Capítulo 3

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Dispuestos sobre la mesa de banquetes del Ladies' Day había mitades de aguacate verdiamarillas rellenas con carne de cangrejo y mayonesa, y platos de rosbif casi crudo y pollo frío y, de vez en cuando, una gran copa de cristal tallado repleta de caviar negro. No había tenido tiempo de desayunar en la cafetería del hotel esa mañana, salvo una taza de café recalentado, tan amargo que me hizo arrugar la nariz, y me moría de hambre. Antes de mi venida a Nueva York, nunca había comido en un restaurante. No cuento los restaurantes de la cadena Howard Johnson, donde sólo comía patatas fritas, hamburguesas con queso y batidos de vainilla, acompañada por gente como Buddy Willard. No sé muy bien por qué, pero me gusta la comida más que cualquier otra cosa. Por mucho que coma, nunca aumento de peso. Con una sola excepción, he pesado lo mismo durante diez años. Mis platos favoritos están repletos de mantequilla, queso y crema de leche. En Nueva York íbamos a tantos almuerzos gratis con gente de la revista y con diversas celebridades invitadas que desarrollé el hábito de dejar correr los ojos por encima de esas enormes cartas escritas a mano, en las que un diminuto plato de guisantes cuesta cincuenta o sesenta centavos hasta encontrar los platos más caros, y pedir unos cuantos. Íbamos a todas partes con los gastos pagados, así que nunca me sentí culpable. Me obligaba a comer tan rápido que nunca dejaba esperando a las demás personas, quienes generalmente pedían sólo ensalada de verduras y zumo de pomelo porque estaban tratando de adelgazar. Casi toda la gente que conocí en Nueva York estaba tratando de adelgazar. —Quiero dar la bienvenida al más bello y talentoso grupo de jóvenes damas que nuestro equipo haya jamás tenido el gusto de conocer —resolló el rollizo y calvo maestro de ceremonias en su micrófono—. Este banquete es sólo una pequeña muestra de la hospitalidad que Cocinas de Prueba Alimenticia, aquí en Ladies' Day, quisiera ofrecer a todas ustedes en atención a su visita. Hubo un delicado y femenino estallido de aplausos, y nos sentamos todas a la enorme mesa cubierta con un mantel de hilo. Éramos once de las chicas de la revista, junto con la mayoría de nuestros supervisores de redacción, todo el personal de las Cocinas de Prueba Alimenticia de Ladies' Day, en higiénicas batas blancas, pulcras redes para el cabello e impecables maquillajes de un uniforme color pastel de durazno. Éramos sólo once porque faltaba Doreen. Por alguna razón, le habían reservado un lugar junto al mío y la silla continuaba vacía. Guardé para ella la tarjeta indicadora de su asiento, un espejo de bolsillo con el nombre, «Doreen», escrito con una letra que imitaba el encaje, y una guirnalda de margaritas esmeriladas sobre el borde, enmarcando el agujero plateado donde aparecía su cara. Doreen estaba pasando el día con Lenny Shepherd. Ahora pasaba la mayor parte de su tiempo libre con Lenny Shepherd. Durante la hora anterior a nuestro almuerzo en Ladies' Day —la gran revista femenina que presenta exuberantes comidas en tecnicolor, a doble página, con un tema y un escenario diferentes todos los meses—, se nos habían mostrado las interminables filas de relucientes cocinas y habíamos visto lo difícil que era fotografiar un pastel de manzana á la mode bajo luces brillantes, porque el helado se derrite y hay que apuntalarlo desde detrás con palillos y cambiarlo cada vez que su aspecto empieza a ser demasiado líquido. La visión de toda la comida acumulada en aquellas cocinas me mareaba. No es que no hubiéramos tenido suficiente que comer en casa, es sólo que mi abuela siempre preparaba platos económicos y pastel de carne económico, y tenía la costumbre de decir en el momento mismo de llevarse uno el tenedor a la boca: «Espero que te guste eso, costó cuarenta y un centavos el medio kilo», cosa que siempre me daba la sensación de que, de algún modo, estaba comiendo centavos en vez del asado dominical. Mientras estábamos de pie tras nuestras sillas, escuchando el discurso de bienvenida, bajé la cabeza y discretamente localicé la posición de los cuencos de caviar. Uno de ellos estaba colocado estratégicamente, entre mi puesto y el asiento vacío de Doreen. Calculé que la muchacha de enfrente no podría alcanzarlo, debido al montañoso centro de mesa lleno de frutas de mazapán, y Betsy, a mi derecha, sería demasiado educada para pedirme que lo compartiese con ella, siempre que yo lo mantuviera fuera de su alcance junto a mi codo y mi plato de pan y mantequilla. Además había otro cuenco de caviar, pero más a la derecha de la chica que estaba al lado de Betsy, así que ella podría comer de ése. Mi abuelo y yo siempre disfrutamos de la misma broma. Él era jefe de camareros en un club de campo, cerca de mi pueblo natal, y todos los domingos mi abuela iba a buscarlo para que pasara su lunes libre en casa. Mi hermano y yo nos turnábamos en acompañarla, y mi abuelo nos servía siempre la cena del domingo, a mi abuela y a aquel de nosotros que la acompañara, como si fuésemos clientes habituales del club. Le encantaba hacerme probar platos especiales, y a los nueve años yo ya había adquirido un apasionado gusto por la vichyssoise fría y el caviar y la pasta de anchoa. La broma se refería a que el día de mi boda, mi abuelo se encargaría de que yo tuviese todo el caviar que pudiera comer. Era una broma, porque yo no pensaba casarme nunca y, aunque lo hiciera, mi abuelo no podría pagar todo el caviar que hiciera falta, a menos que saqueara la cocina del club y lo sacara metido en una maleta. Protegida por el tintineo de las copas de agua y los cubiertos de plata y la porcelana, pavimenté mi plato con tajadas de pollo. Luego recubrí las tajadas con caviar en capas tan espesas como si se tratara de untar crema de cacahuete en una tostada. Entonces tomé, una por una, las lonjas de carne con los dedos, y las enrollé para que el caviar no escapara por los bordes y me las comí. Había descubierto, después de dejar atrás grandes recelos respecto de qué cucharas utilizar, que si uno hace algo incorrecto en la mesa con cierta arrogancia, como si supiera perfectamente que está haciendo lo que corresponde, puede salir del paso y nadie pensará que es grosero o que ha recibido una pobre educación. Pensarán que uno es original y muy ocurrente. Aprendí este truco el día en que Jota Ce me llevó a almorzar con un famoso poeta. Él vestía una horrible, mugrienta, arrugada chaqueta de tweed pardo y pantalones grises y un jersey de cuello abierto, a cuadros rojos y azules en un restaurante muy formal lleno de fuentes y candelabros, donde todos los demás hombres llevaban trajes oscuros e inmaculadas camisas blancas. Este poeta comió la ensalada con los dedos, hoja por hoja, mientras me hablaba de la antítesis entre la naturaleza y el arte. Yo no lograba apartar mis ojos de los dedos pálidos, regordetes, que iban y venían de la ensaladera del poeta a la boca del poeta con una chorreante hoja de lechuga en cada viaje. Nadie rió entre dientes ni hizo comentarios descorteses en voz baja. El poeta hacía que el comer ensalada con los dedos pareciera la única cosa natural y sensata que cabía hacer.

La Campana de Cristal. Silvia PlathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora