Capítulo 15

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El Cadillac negro de Philomena Guinea se deslizaba reposadamente a través del apretado tránsito de las cinco, como un coche de ceremonias. Pronto atravesaría uno de los cortos puentes que pasaban en arcos sobre el Charles, y yo, sin pensarlo, abriría la puerta y me lanzaría por entre la corriente del tránsito hasta la baranda del puente. Un salto, y el agua me cubriría la cabeza. Ociosamente pellizqué entre mis dedos un kleenex hasta reducirlo a pequeñas pelotitas, del tamaño de pildoras, y esperé mi oportunidad. Estaba sentada en el centro del asiento trasero del Cadillac, mi madre estaba a uno de mis costados y mi hermano al otro; ambos, ligeramente inclinados hacia adelante, como barras diagonales, uno atravesado en cada puerta. Frente a mí podía ver la extensión rubicada del cuello del chófer emparedado entre una gorra azul y las hombreras de una chaqueta azul y, al lado, como un pájaro delicado y exótico, el cabello plateado y el sombrero con plumas esmeralda de Philomena Guinea, la famosa novelista. Yo no sabía muy bien por qué había aparecido la señora Guinea. Todo lo que sabía era que se había interesado en mi caso y que una vez, en la cúspide de su carrera, ella también había estado en un manicomio. Mi madre dijo que la señora Guinea le había enviado un telegrama desde las Bahamas, donde había leído sobre mí en un periódico de Boston. La señora Guinea había preguntado en el telegrama: «¿Hay un muchacho en el caso?» Si había un muchacho en el caso, la señora Guinea no podía, por supuesto, tener nada que ver con ello. Pero mi madre había respondido, también por telegrama: «No, son los escritos de Esther. Ella cree que no escribirá nunca más.» Así que la señora Guinea había volado de vuelta a Boston, me había sacado de la estrecha sala del hospital de la ciudad y ahora me llevaba a un hospital privado que tenía prados y campos de golf y jardines, como un club de campo, en el cual ella pagaría por mí, como si tuviera una beca, hasta que los doctores de allí que ella conocían me hubieran curado. Mi madre me dijo que debía estar muy agradecida. Dijo que yo le había gastado casi todo su dinero y que si no fuera por la señora Guinea, no sabía dónde estaría yo. Yo sabía dónde estaría, sin embargo. Estaría en el gran hospital del Estado, en las afueras, pared con pared de este sitio privado. Sabía que debía estarle agradecida a la señora Guinea, sólo que no podía sentir nada. Si la señora Guinea me hubiera dado un pasaje a Europa, o un viaje alrededor del mundo, no hubiera habido la menor diferencia para mí, porque donde quiera que estuviera sentada —en la cubierta de un barco o en la terraza de un café en París o en Bangkok— estaría sentada bajo la misma campana de cristal, agitándome en mi propio aire viciado. El cielo azul abría su cúpula sobre el río, y el río estaba punteado de veleros. Me preparé, pero inmediatamente mi madre y mi hermano apoyaron una mano sobre la manija de cada puerta. Los neumáticos zumbaron brevemente sobre la rejilla del puente. Aguas, velas, cielo azul y gaviotas suspendidas pasaron rápidamente como una improbable postal, y habíamos pasado. Me arrellané en el asiento de felpa gris y cerré los ojos. El aire de la campana de cristal se acolchaba a mi alrededor y yo no podía moverlo.

¡Volvía a tener mi propia habitación! Me recordaba la habitación del hospital del doctor Gordon: una cama, un escritorio, un ropero, una mesa y una silla. Una ventana con persiana, pero sin barrotes. Mi cuarto estaba en el primer piso, y la ventana, a poca distancia por encima del piso tapizado de agujas de pino, miraba hacia un patio boscoso, circundado por una pared de ladrillo rojo. Si saltaba, ni siquiera me magullaría las rodillas. La superficie interna de la alta pared parecía lisa como el vidrio. El cruce del puente me había acobardado. Había perdido una espléndida oportunidad. El agua del río había pasado junto a mí como una bebida intocada. Sospeché que aun cuando mi madre y hermano no hubieran estado allí, yo no hubiera hecho ningún intento de saltar. Cuando me registré, en el edificio principal del hospital, una joven delgada se nos había acercado y se había presentado. —Soy la doctora Nolan. Voy a ser quien atienda a Esther. Me sorprendí de tener como médico a una mujer. Yo no creía que hubiera mujeres psiquiatras. Esta mujer era un cruce entre Myrna Loy y mi madre. Llevaba puesta una blusa blanca y una falda sujeta a la cintura por un ancho cinturón de cuero y elegantes gafas en forma de medias lunas. Pero después que una enfermera me hubo acompañado hasta el otro lado del prado, hasta el lóbrego edificio de ladrillos llamado Caplan, donde yo iba a vivir, la doctora Nolan no vino a verme; en lugar de ella vino un montón de hombres extraños. Yo permanecí acostada en mi cama bajo la gruesa manta blanca y ellos entraron en mi cuarto, uno por uno, y se presentaron. Yo no alcanzaba a entender por qué había tantos ni por qué se presentaban, y empecé a sospechar que me estaban probando, para ver si me daba cuenta de que eran demasiados, y me puse en guardia. Finalmente un elegante doctor de cabello blanco entró y dijo que él era el director de hospital. Entonces comenzó a hablar de los peregrinos y los indios y de quién poseyó la tierra después de ellos, y de qué ríos pasaban cerca, y de quién había construido el primer hospital y de cómo éste se había quemado, y de quién había construido el siguiente hospital, hasta que pensé que debía estar esperando ver cuándo yo lo interrumpiría para decirle que sabía que todo aquello de los ríos y de los peregrinos era un montón de tonterías. Pero entonces pensé que en parte podía ser verdad, así que traté de separar lo que probablemente fuera verdad y lo que no, sólo que antes de que pudiera hacerlo, él ya había dicho adiós. Esperé hasta que oí que las voces de todos los doctores se desvanecían. Entonces retiré la manta blanca, me puse los zapatos y salí al vestíbulo. Nadie me detuvo, por lo que doblé la esquina de mi ala del vestíbulo y pasé a otro, más grande, por delante de un comedor abierto. Una camarera con uniforme verde estaba poniendo las mesas para la cena.

La Campana de Cristal. Silvia PlathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora