El señor Willard me llevó en coche a los montes Adirondack. Era el día siguiente al de Navidad y un cielo gris se hinchaba sobre nosotros, lleno de nieve. Me sentía pesada y embotada y defraudada, como me siento siempre el día que sigue al de Navidad, como si lo que prometían las ramas de pino y las velas y los regalos con cintas plateadas y doradas y las fogatas de troncos de abedul y el pavo de Navidad y los villancicos al piano, fuera lo que fuese, no acabara de llegar nunca. Por Navidad yo casi deseaba ser católica. Primero condujo el señor Willard y luego conduje yo. No sé de qué hablábamos, pero mientras el campo, ya cubierto por espesas capas de nieve vieja, nos daba una espalda cada vez más hostil, y los montones de abetos se extendían desde las grises montañas hasta el borde del camino, tan oscuramente verdes que parecían negros, me sentía cada vez más triste. Estuve tentada de decirle al señor Willard que siguiera solo, que me iría a casa en autoestop. Pero eché un vistazo a la cara del señor Willard —el cabello plateado cortado al rape como el de un muchachito, los ojos azul claro, las mejillas rosadas, todo recubierto, como un dulce pastel de bodas, por su inocente, confiada expresión— y supe que no podría hacerlo. Tendría que acompañarlo hasta el fin. A mediodía se hizo algo más claro el gris del cielo, y nos detuvimos en la cuneta helada y compartimos los emparedados de atún y las galletas de harina de avena y las manzanas y el termo de café caliente que la señora Willard había empaquetado para nuestro almuerzo. El señor Willard me miraba amablemente. Entonces se aclaró la garganta y se sacudió las últimas pocas migas del regazo. Supe que iba a decir algo serio, porque se mostraba muy tímido, y yo lo había oído aclararse la garganta en la misma forma antes de dar una importante conferencia sobre economía. —Nelly y yo siempre hemos querido tener una hija.— Durante un minuto pensé que el señor Willard estaba a punto de decirme que la señora Willard estaba embarazada y esperaba una niña. Luego dijo—: Pero no creo que ninguna hija pudiera ser más encantadora que tú. El señor Willard debe haber pensado que yo lloraba porque estaba contenta de que él quisiera ser un padre para mí. —Ya, ya —dio palmadas en mi hombro y se aclaró la garganta una o dos veces—. Creo que nos entendemos. Abrió entonces la puerta de su lado del coche y dio la vuelta hasta el mío; su aliento formaba tortuosas señales de humo en el aire gris. Me coloqué en el sitio que él había dejado libre y él puso el coche en marcha y continuamos. No estoy segura de lo que esperaba encontrar en el sanatorio de Buddy. Creo que esperaba una especie de chalet de madera colgado en la cima de una montaña baja con hombres y mujeres jóvenes de mejillas rosadas, todos muy atractivos pero con brillantes ojos febriles, tendidos cubiertos con gruesas mantas en balcones al aire libre. —Tener tuberculosis es como vivir con una bomba en el pulmón —me había escrito Buddy al colegio—, Uno se tiende muy quieto esperando que no estalle. Encontraba difícil imaginar a Buddy tendido tranquilamente. Toda la filosofía de su vida se reducía a estar en pie y haciendo cosas cada segundo. Ni siquiera cuando fuimos a la playa el verano se tendió jamás a dormitar bajo el sol como lo hacía yo. Corría de un lado para otro o jugaba a la pelota o hacía breves series de flexiones para aprovechar el tiempo. El señor Willard y yo esperamos en la sala de recepción a que la cura de reposo de la tarde terminara. El esquema de color de todo el sanatorio parecía estar basado en el hígado. Ebanistería oscura, brillante, sillas de cuero de tono tostado, paredes que una vez pudieron ser blancas pero que habían sucumbido a un mal de moho o humedad generalizado. Un linóleo pardo moteado cubría todo el suelo. En una mesa de café baja, con manchas circulares y semicirculares que desgarraban el oscuro enchapado, había unos cuantos números atrasados de Time y Life. Abrí de golpe por la mitad la revista más cercana. La cara de Eisenhower brillaba frente a mí, calva y pálida como la cara de un feto en una botella. Al cabo de un rato percibí un sonido furtivo difuso. Por un minuto pensé que las paredes habían empezado a descargar la humedad que las saturaba, pero luego vi que el ruido provenía de una pequeña fuente situada en un rincón de la habitación. La fuente soltaba al aire un chorro de unos pocos centímetros desde una tubería corta; alzaba sus manos, se desplomaba y hundía su escabroso gotear en una taza de piedra con aguas amarillas. La taza estaba cubierta con los blancos azulejos hexagonales que se ven en los baños públicos. Sonó un timbre. En la distancia se abrieron y se cerraron puertas. Entonces entró Buddy. —Hola, papá. Buddy abrazó a su padre, y rápidamente, con una terrible viveza de genio, se acercó a mí y me tendió la mano. La estreché. La sentí húmeda y gruesa. El señor Willard y yo nos sentamos juntos en un canapé de cuero. Buddy se posó frente a nosotros en el borde de un resbaladizo brazo de asiento. No hacía más que sonreír, como si los extremos de su boca estuvieran atados con un alambre invisible. Lo último que esperaba de Buddy era que estuviese gordo. Siempre que lo imaginaba en el sanatorio veía sombras cavarse bajo sus pómulos y sus ojos ardientes en cuencas descarnadas. Pero todo lo cóncavo de Buddy se había vuelto súbitamente convexo. Un vientre de cafetera se hinchaba bajo la ajustada camisa de nailon blanco y sus mejillas eran redondas y rojas como fruta de mazapán. Hasta su risa tenía un tono rechoncho. Los ojos de Buddy encontraron los míos. —Es la comida —dijo—. Nos ceban día tras día y luego nos obligan a acostarnos. Pero ahora me permiten salir en las horas de paseo, así que no te preocupes, adelgazaré en un par de semanas. —Se incorporó de un salto, sonriendo como un anfitrión alegre—. ¿Les gustaría ver mi cuarto? Seguí a Buddy y el señor Willard me siguió a mí a través de un par de puertas batientes con láminas de vidrio esmerilado a lo largo de un oscuro pasillo de color hígado, que olía a cera para pisos y a lisol y a otro olor más vago, como de gardenias marchitas. Buddy abrió de par en par una puerta marrón y entramos en fila en la estrecha habitación. Una pesada cama cubierta con un delgado cubrecamas blanco con listas azules ocupaba casi todo el espacio. Junto a ella había una mesa de noche con una jarra, un vaso y la varita plateada de un termómetro asomando de un frasco de desinfectante rosado. Una segunda mesa, cubierta con libros, papeles y vasijas de arcilla sin asas —cocidas y pintadas pero sin barniz— se apretaba entre el pie de la cama y la puerta del ropero.
—Bien —respiró el señor Willard—, parece bastante confortable. Buddy rió.
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La Campana de Cristal. Silvia Plath
Teen FictionEsther es una joven universitaria que recibe un premio consistente en vivir unos meses en New York y conocer los entresijos del mundo editorial (publicaciones de cuentos o libros, revistas de moda...). En esos meses vive una vida regalada, con lujos...