Capítulo 14

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Estaba completamente oscuro. Sentí la oscuridad, pero nada más, y mi cabeza se levantó, husmeándola, como la cabeza de un gusano. Alguien gimió. Entonces un peso grande, duro, se aplastó contra mi mejilla como una pared de piedra y el gemido cesó. El silencio volvió a su cauce, suavizándose como se suaviza el agua negra hasta que la vieja calma retorna a su superficie después de habérsele arrojado una piedra. Un viento fresco pasó como un rayo. Me sentía transportada por un túnel. Después el viento cesó. Hubo un rumor, como de voces discutiendo en la distancia. Luego las voces cesaron. Un cincel se estrelló sobre mi ojo y una hendidura de luz se abrió, como una boca o una herida, hasta que la oscuridad volvió a cerrarse de golpe sobre ella. Traté de alejarme rodando de la dirección de la luz, pero unas manos se cerraron en torno a mis piernas como las vendas de una momia y no pude moverme. Empecé a pensar que debía estar en una cámara subterránea alumbrada por luces cegadoras y que la cámara estaba llena de gente que por alguna razón me mantenía sujeta. Entonces el cincel golpeó de nuevo y la luz se metió de un brinco en mi cabeza, y a través de la densa, tibia, aterciopelada oscuridad, una voz gritó: —¡Madre! El aire soplaba y jugaba sobre mi cara. Sentí la forma de un cuarto a mi alrededor, un cuarto grande con ventanas abiertas. Una almohada se amoldaba bajo mi cabeza y mi cuerpo flotaba, sin precisión, entre delgadas sábanas. Luego sentí calor, como una mano sobre mi cara. Debía estar acostada al sol. Si abría los ojos vería colores y formas doblándose sobre mí como enfermeras. Abrí los ojos. Estaba completamente oscuro. Alguien respiraba a mi lado. —No puedo ver —dije. Una voz alegre habló desde la oscuridad. —Hay montones de gente ciega en el mundo. Te casarás con un amable ciego algún día.

El hombre del cincel había vuelto. —¿Para qué se molesta? —dije—. Es inútil.
—No debes hablar así. Sus dedos tentaron la gran magulladura dolorosa sobre mi ojo izquierdo. Entonces aflojó algo y una desigual brecha de luz apareció como un agujero en una pared. Una cabeza de hombre asomaba por el borde.
—¿Me ves? —Sí. —¿Ves algo más? Entonces recordé. —No veo nada. El agujero se estrechó y se oscureció. —Estoy ciega. —¡Qué disparate! ¿Quién te dijo eso? —La enfermera. El hombre resopló. Terminó de hacer el vendaje nuevamente sobre mi ojo. —Eres una muchacha con mucha suerte. Tu vista está perfectamente intacta.

—Hay alguien que viene a verte. La enfermera desapareció, radiante. Mi madre se acercó a los pies de la cama con una sonrisa en los labios. Llevaba puesto un vestido estampado con ruedas de carreta moradas y tenía un aspecto horrible. Un muchacho muy alto la seguía. Al principio no pude distinguir quién era porque mi ojo apenas se abría, pero luego vi que era mi hermano.
—Me dijeron que querías verme. Mi madre se sentó en el borde de la cama y me puso una mano sobre la pierna. Se mostraba amorosa y llena de reproches y yo quería que se fuera. —No creí haber dicho nada. —Dicen que me llamaste. Pareció a punto de llorar. Su cara se arrugó y tembló como una pálida gelatina.
—¿Cómo estás? —dijo mi hermano. Miré a mi madre a los ojos. —Igual —dije.

—Tienes un visitante. —No quiero un visitante. La enfermera salió con paso rápido y cuchicheó con alguien en el vestíbulo. Después regresó. —Le gustaría mucho verte. Bajé los ojos hasta las piernas amarillas que salían del poco familiar pijama blanco con que me habían vestido. La piel temblaba blandamente cuando me movía, como si no tuviera músculos, y estaba cubierta de un corto, espeso pelo negro. —¿Quién es? —Alguien a quien conoces.
—¿Cómo se llama? —George Bakewell. —No conozco a ningún George Bakewell. —El dice que te conoce. Entonces la enfermera salió y un muchacho que me era muy familiar entró y dijo: —¿Puedo sentarme en el borde de tu cama? Llevaba puesta una chaqueta blanca y vi que un estetoscopio asomaba de su bolsillo. Pensé que debía de ser alguien a quien conocía, disfrazado de doctor. Había tenido al intención de cubrirme las piernas si alguien entraba, pero ahora estaba claro que era demasiado tarde, así que las dejé a la vista tal como estaban, repugnantes y feas. «Así soy yo —pensé—. Eso es lo que soy.»
—Te acuerdas de mí, ¿verdad, Esther? Miré de soslayo el rostro del muchacho a través de la grieta de mi ojo sano. El otro ojo no se había abierto todavía, pero el oculista decía que estaría bien en unos pocos días. El muchacho me miraba como si yo fuera un emocionante animal nuevo en el zoológico y estaba a punto de estallar en carcajadas. —Te acuerdas de mí, ¿verdad, Esther? —Hablaba lentamente, como se le habla a un niño torpe—. Soy George Bakewell. Asisto a la misma iglesia que tú. Una vez tuviste una cita con mi compañero de cuarto en Amherst. Creí reconocer entonces el rostro de aquel muchacho. Revoloteaba oscuramente en el umbral de mi memoria —la clase de rostro al que jamás me molestaría en agregarle un nombre. —¿Qué estás haciendo aquí? —Soy residente en este hospital. ¿Cómo pudo este George Bakewell haber llegado a ser médico tan de repente?, me pregunté. Tampoco me conocía realmente. Sólo quería ver qué aspecto tenía una muchacha que estaba lo bastante loca como para suicidarse. Volví la cara hacia la pared. —Vete —dije—.Vete al diablo y no vuelvas.

La Campana de Cristal. Silvia PlathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora