Capítulo 9

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—Estoy tan contenta de que vayan a morir... Hilda arqueó sus piernas gatunas en un bostezo, enterró la cabeza entre los brazos sobre la mesa de conferencias, y volvió a dormirse. Había un manojito de paja de un verde bilioso posado sobre su frente como un pájaro tropical. Verde bilioso. Lo estaban promoviendo para el otoño, sólo que Hilda, como de costumbre, llevaba medio año de adelanto. Verde bilioso con negro, verde bilioso con blanco, verde bilioso con verde amarillento, su primo hermano. Reseñas sobre modas, plateadas y llenas de nada, enviaban sus burbujas de pez a la superficie de mi cerebro. Subían al aire con una ligera deformación hueca. Estoy tan contenta de que vayan a morir... Maldije la suerte que había hecho coincidir el momento de mi llegada a la cafetería del hotel con el de la llegada de Hilda. Después de haber trasnochado me sentía demasiado embotada para inventar la excusa que me llevara de regreso a mi cuarto para recoger el guante, el pañuelo, el paraguas, el cuaderno que había olvidado. Mi condena era la larga, muerta caminata desde las puertas de cristal esmerilado del Amazonas hasta la losa de mármol color fresa de nuestra entrada en la Avenida Madison. Hilda se movió como un maniquí durante todo el camino. —Ese es un hermoso sombrero, ¿lo hiciste tú? Hasta cierto punto, esperaba que Hilda se volviera hacia mí y dijera: «Pareces enferma», pero ella sólo extendió y retrajo su cuello de cisne. —Sí. La noche anterior había visto un drama en el que la protagonista era poseída por un espíritu maligno y cuando el espíritu hablaba por su boca, la voz sonaba tan cavernosa y profunda que no se sabía si era un hombre o una mujer. Bueno, la voz de Hilda sonaba exactamente como la voz de aquel espíritu maligno. Miraba fijamente su imagen en los brillantes escaparates de las tiendas como para cerciorarse momento a momento de que continuaba existiendo. El silencio entre nosotras era tan profundo que pensé que debía ser en parte por culpa mía. Así que dije: —¿No es terrible lo de los Rosenberg? Los Rosenberg iban a ser electrocutados aquella noche, tarde. —¡Sí! —dijo Hilda, y al fin sentí que había tocado una cuerda humana en la pata de gallina que era su corazón. Fue sólo mientras ambas esperábamos a las demás en medio de la sepulcral oscuridad matutina del salón de conferencias, que Hilda amplió su sí—: Es terrible que gente así esté viva. Entonces bostezó, y su boca anaranjado pálido se abrió sobre una gran oscuridad. Fascinada, miré fijamente la cueva ciega de detrás de su rostro hasta que los dos labios se encontraron y se movieron y el espíritu maligno habló desde su escondite: «Estoy tan contenta de que vayan a morir...»

—Vamos, una sonrisa. Me senté en el sofá de terciopelo rosado de la oficina de Jota Ce, sosteniendo una rosa de papel y de cara al fotógrafo de la revista. Era la última de las doce en hacerme la foto. Había tratado de ocultarme en el tocador, pero no funcionó. Betsy había atisbado mis pies por debajo de la puerta. No quería que me hicieran la foto porque iba a llorar. No sabía por qué iba a llorar, pero sabía que si alguien me hablaba o me miraba con demasiada atención, las lágrimas brotarían de mis ojos y los sollozos brotarían de mi garganta y lloraría durante una semana. Podía sentir las lágrimas desbordase y salpicar en mi cara como agua de un vaso inestable y demasiado lleno. Ésa era la última ronda de fotografías antes de que la revista fuera a la imprenta y nosotras regresáramos a Tulsa o Biloxi o Teaneck o Coos Bay o a cualquiera que fuese el lugar de donde habíamos venido, y se suponía que nos debían fotografiar con algo que mostrara lo que queríamos ser. Betsy sostuvo una espiga de trigo para mostrar que quería ser la esposa de un granjero, y Hilda sostuvo la cabeza calva y sin rostro de un maniquí de los que usan los sombrereros, para mostrar que deseaba diseñar sombreros, y Doreen sostuvo un sari bordado en oro para mostrar que quería ser trabajadora social en la India (no quería eso realmente, según me dijo, sólo quería tener un sari entre las manos). Cuando me preguntaron qué quería ser, dije que no lo sabía. —Oh, por supuesto que lo sabe —dijo el fotógrafo. —Ella quiere —sentenció Jota Ce con gracia— ser de todo. Dije que quería ser poetisa. Entonces exploraron buscando algo que pudiera sostener. Jota Ce sugirió un libro de poemas, pero el fotógrafo dijo que no, que eso era demasiado obvio. Debía ser algo que mostrara lo que inspiraba los poemas. Finalmente, Jota Ce desenganchó la única rosa de papel de largo tallo de su sombrero más nuevo. El fotógrafo jugueteó un rato con sus calientes luces blancas. —Muéstranos cuán feliz te hace haber escrito un poema. Miré fijamente al otro lado del friso de hojas de ficus de la ventana de Jota Ce, hacia el cielo azul que había más allá. Unas cuantas nubes de utilería en forma de borlas pasaban de derecha a izquierda. Fijé los ojos en la más grande, como si cuando se perdiera de vista yo pudiera tener la suerte de desaparecer con ella. Sentía que era muy importante mantener pegada la línea de mi boca. —Sonría. Finalmente, obedeciendo, como la boca de un muñeco de ventrílocuo, mi boca comenzó a arquearse hacia arriba. —¡Eh! —protestó el fotógrafo, en una súbita corazonada—, parece que va a llorar. No pude detenerme. Enterré la cara en la tapicería de terciopelo rosado del sofá de Jota Ce y con inmenso alivio las saladas lágrimas y los ruidos miserables que me habían estado rondando durante toda la mañana estallaron en la habitación. Cuando levanté la cabeza el fotógrafo se había esfumado. Jota Ce también se había esfumado. Me sentí débil y traicionada, como la piel mudada por un terrible animal. Era un alivio estar libre del animal, pero parecía haberse llevado con él mi espíritu, y todo aquello sobre lo cual había podido poner sus garras. Hurgué a tientas en mi cartera buscando el estuche dorado con el rímel y el cepillo para el rímel y la sombra para los ojos y los tres lápices de labios y el espejito. El rostro que me devolvió la mirada parecía estar mirando desde el enrejado de la celda de una prisión después de una prolongada paliza. Se veía magullado e hinchado y con feos colores. Era un rostro que necesitaba agua y jabón y tolerancia cristiana. Empecé a pintarme con poco entusiasmo. Jota Ce regresó imperceptiblemente, después de un intervalo decente, con los brazos llenos de manuscritos. —Éstos te entretendrán —dijo—. Que te diviertas leyendo. Cada mañana una nevada avalancha de manuscritos engrosaba las pilas, grises por el polvo, de la oficina del Editor de Ficción. Secretamente, en estudios y áticos y dormitorios escolares de toda América, la gente debía de estar escribiendo. Es decir, que una persona y otra terminaba un manuscrito cada minuto; en cinco minutos habría cinco manuscritos apilados sobre el escritorio del Editor de Ficción. En una hora haría sesenta, apretándose unos contra otros hasta caer al suelo. Y en un año... Sonreí, viendo un prístino, imaginario manuscrito flotar en medio del aire, con el nombre de Esther Greenwood mecanografiado en el ángulo superior derecho. Después de mi mes en la revista había hecho la solicitud para un curso de verano con un famoso escritor, al que uno enviaba el manuscrito de un cuento y él lo leía y decía si uno era lo bastante bueno como para ser admitido en la clase. Por supuesto, era un curso muy restringido y yo había enviado mi cuento hacía mucho tiempo y todavía no había recibido respuesta del escritor, pero estaba segura de que encontraría la carta de aceptación esperándome sobre la mesa de la correspondencia en mi casa. Decidí sorprender a Jota Ce enviando un par de los cuentos que escribiría en esa clase bajo un seudónimo. Entonces un día el Editor de Ficción vendría a hablar personalmente con Jota Ce y dejaría caer bruscamente los manuscritos en su escritorio diciendo: «Aquí hay algo que se sale de lo corriente», y Jota Ce estaría de acuerdo, los aceptaría e invitaría al autor a almorzar y el autor sería yo.

La Campana de Cristal. Silvia PlathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora