—Voy a ser psiquiatra. Joan hablaba con su acostumbrado entusiasmo. Estábamos tomando sidra de manzana en el salón de Belsize. —¡Oh! —dije secamente—, eso está bien. —He tenido una larga conversación con la doctora Quinn y ella cree que es perfectamente posible. La doctora Quinn era la psiquiatra de Joan, una dama soltera, brillante y perspicaz, y yo pensaba con frecuencia que si me hubieran asignado a la doctora Quinn, todavía estaría en Caplan, o con mayor posibilidad, en Wymark. La doctora Quinn tenía una abstracta cualidad que atraía a Joan, pero que a mí me daba escalofríos polares. Joan continuó charlando acerca de Egos y Ellos, y yo me puse a pensar en otra cosa, en el paquete marrón sin deshacer que estaba en mi último cajón. Yo nunca hablaba de Egos ni de Ellos con la doctora Nolan. No sabía acerca de qué hablaba realmente. —... voy a vivir afuera ahora. Sintonicé a Joan entonces.
—¿Dónde? —pregunté, tratando de ocultar mi envidia. La doctora había dicho que mi universidad me volvería a aceptar para el segundo semestre, bajo su recomendación y con la beca de Philomena Guinea, pero como los doctores habían prohibido que viviera con mi madre en el ínterin, permanecería en el sanatorio hasta que comenzaran las clases de invierno. Aun así, me parecía injusto que Joan fuera la primera en atravesar las puertas. —¿Dónde?
—insistí—. No te van a dejar vivir por tu cuenta, ¿verdad? A Joan le habían vuelto a conceder el privilegio de ir al pueblo apenas esa semana. —Oh, no, por supuesto que no. Voy a vivir en Cambridge con la enfermera Kennedy. Su compañera de habitación acaba de casarse y necesita alguien con quien compartir el apartamento. —Salud. Levanté mi vaso de sidra y brindamos. A pesar de mis profundas reservas, pensé que siempre recordaría a Joan como un tesoro. Era como si hubiéramos sido reunidas a la fuerza por alguna abrumadora circunstancia parecida a la guerra o a una plaga, y hubiéramos compartido un mundo propio. —¿Cuándo te vas? —El primero de mes. —¡Qué bien! Joan se puso ansiosa. —Vendrás a visitarme, ¿verdad, Esther? —Por supuesto. Pero pensé: «No es probable.»
—Duele —dije—, ¿Se supone que duela? Irwin no dijo nada. —A veces duele
—dijo luego. Había conocido a Irwin en la escalinata de la Biblioteca Widener, Estaba parada al final del largo tramo de escaleras mirando desde lo alto los edificios de ladrillos rojos que cercaban un cuadrado lleno de nieve, preparándome para tomar el tranvía de regreso al sanatorio, cuando un joven alto con gafas, con un rostro más bien feo, pero inteligente, se me acercó y dijo:
—¿Podría, por favor, decirme la hora? Le eché un vistazo al reloj: —Las cuatro y cinco. Entonces el hombre pasó el cargamento de libros que llevaba ante él, como si fuera una bandeja de comida, de un brazo a otro, descubriendo una huesuda muñeca. —¡Pero si usted tiene reloj! El hombre miró tristemente su reloj. Lo levantó y lo sacudió junto a su oído. —No funciona —dijo, y sonrió con simpatía. —¿A dónde va? Estuve a punto de decir: «De vuelta al manicomio», pero el hombre parecía prometedor, así que cambié de idea. —A casa. —¿Le gustaría tomar café antes? Vacilé. Debía estar en el sanatorio para la cena y no quería llegar tarde, estando tan cerca de salir para siempre. —Una taza de café muy pequeña. Decidí poner en práctica mi nueva personalidad normal con este hombre, quien en el curso de mis vacilaciones me dijo que su nombre era Irwin y que era un muy bien pagado profesor de matemáticas, así que dije: «Bueno», y ajustando mi paso al de Irwin bajé a su lado el largo tramo cubierto de hielo. Fue sólo después de haber visto el estudio de Irwin cuando decidí seducirlo. Irwin vivía en un lóbrego y confortable apartamento situado en un sótano en una de las decadentes calles de las afueras de Cambridge y me llevó allí —para tomar una cerveza, dijo— después de tres tazas de café amargo en un cafetín de estudiantes. En su estudio nos sentamos en mullidas sillas de cuero marrón, rodeados por montones de libros empolvados e incomprensibles, con enormes fórmulas artísticamente insertas en las páginas, como si fueran poemas. Mientras sorbía mi primer vaso de cerveza —realmente nunca me ha gustado la cerveza fría en pleno invierno— sonó el timbre. Irwin pareció turbado. —Creo que puede ser una dama. Irwin tenía la rara costumbre pasada de moda de llamar damas a las mujeres. —Bien, bien —gesticulé ampliamente—. Hazla entrar. Irwin sacudió la cabeza. —Tú la trastornarías. Sonreí dentro de mi cilindro de ámbar de cerveza fría. El timbre sonó de nuevo con un toque perentorio. Irwin suspiró y se levantó para contestar. En el momento en que desaparecía, me metí corriendo en el baño y, oculta tras las sucias persianas color aluminio, observé aparecer el rostro monástico de Irwin por la rendija de la puerta. Una corpulenta mujer eslava de enorme busto, que llevaba un grueso jersey, pantalones morados, chanclos negros de tacón alto, gorro a juego, soplaba blancas e inaudibles palabras en el aire invernal. La voz de Irwin se arrastraba hacia mí a través del frío vestíbulo. —Lo siento, Olga... Estoy trabajando, Olga... no, no lo creo, Olga. Todo el tiempo la boca rosada de la señora se movía, y las palabras, transformadas en humo blanco, flotaban entre las ramas de la desnuda lila próxima a la puerta. Entonces, finalmente:
«Quizás, Olga... Adiós, Olga.» Admiré la extensión inmensa, como de estepa, del busto cubierto de lana de la señora, mientras se retiraba, a unos cuantos centímetros de mi ojo, bajando la crujiente escalera de madera con una especie de amargura siberiana en sus enérgicos labios.
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La Campana de Cristal. Silvia Plath
Teen FictionEsther es una joven universitaria que recibe un premio consistente en vivir unos meses en New York y conocer los entresijos del mundo editorial (publicaciones de cuentos o libros, revistas de moda...). En esos meses vive una vida regalada, con lujos...