El teléfono sonó a las siete de la mañana del día siguiente. Emergí lentamente del fondo de un negro sueño. Ya tenía un telegrama de Jota Ce pegado a mi espejo, donde me decía que no me molestara en ir a trabajar, que descansara un día y me restableciera completamente, y lo mucho que sentía lo del cangrejo en malas condiciones, así que no podía imaginar quién me llamaba. Me estiré y atraje el receptor hasta mi almohada, de modo que el micrófono estuviera a la altura de mi cuello y el auricular descansara sobre mi hombro. —¿Hola? Una voz de hombre dijo: —¿La señorita Esther Greenwood? Me pareció detectar un ligero acento extranjero. —Ciertamente —dije. —Habla Constantino No Sé Qué. No pude entender el apellido pero estaba lleno de eses y kas. No conocía a ningún Constantino, pero no tuve el valor de decirlo. Entonces recordé a la señora Willard y a su intérprete simultáneo. —Por supuesto, por supuesto
—grité incorporándome y sujetando el receptor con ambas manos. Nunca hubiera creído que la señora Willard fuese capaz de presentarme a un hombre llamado Constantino. Coleccionaba hombres con nombres interesantes. Ya conocía a un Sócrates. Era alto, feo e intelectual, e hijo de un gran productor griego de cine en Hollywood, pero también era católico, lo cual lo echó todo a perder entre nosotros. Además de Sócrates, conocí a un ruso blanco llamado Atila, en la Escuela de Administración Comercial en Boston. Poco a poco fui comprendiendo que Constantino trataba de concertar una cita entre los dos para ese día, más tarde. —¿Le gustaría ver las Naciones Unidas esta tarde? —Ya las estoy viendo —le dije con una risita algo histérica. Pareció asombrado. —Las estoy viendo desde mi ventana. —Pensé que quizá mi inglés fuese demasiado rápido para él. Hubo un silencio. Luego dijo: —Tal vez quiera usted tomar un bocado después. Percibí el vocabulario de la señora Willard y el alma se me fue a los pies. La señora Willard siempre invitaba a la gente a tomar un bocado. Recordé que este hombre había sido huésped de la señora Willard en su primer viaje a los Estados Unidos: la señora Willard había hecho uno de esos arreglos por los cuales uno acepta extranjeros en su país y luego uno va al extranjero y es huésped de alguien. Vi entonces claramente que la señora Willard no había hecho sino cambiar su alojamiento en Rusia por mi invitación a tomar un bocado en Nueva York. —Sí, me gustaría tomar un bocado —dije duramente—, ¿A qué hora me pasará a buscar? —Pasaré a buscarla en mi coche alrededor de las dos. Está en el Amazonas, ¿no es cierto? —Sí. —Ah, sé dónde queda. Por un momento pensé que su tono estaba cargado de significados, pero luego supuse que era probable que algunas de las chicas del hotel fuesen secretarias en las Naciones Unidas y que él hubiese salido con una de ellas alguna vez. Lo dejé colgar primero, luego colgué yo y me dejé caer de mal humor sobre las almohadas. Allí iba yo otra vez, dispuesta a fabricarme una radiante imagen del hombre que me amaría apasionadamente desde el primer instante en que me viera. Y todo a partir de dos tonterías. ¡Una visita obligada a las Naciones Unidas y un emparedado después de la visita! Traté de elevar mi moral. Probablemente el intérprete de la señora Willard fuera pequeño y feo y yo terminaría despreciándolo igual que despreciaba a Buddy Willard. Esta idea me proporcionó cierta satisfacción. Porque realmente despreciaba a Buddy Willard, y aunque todo el mundo seguía pensando que me casaría con él cuando saliera del sanatorio de tuberculosos, yo sabía que jamás me casaría con Buddy Willard aunque fuera el último hombre sobre la tierra. Buddy Willard era un hipócrita. Por supuesto, al principio yo no sabía que era un hipócrita. Pensaba que era el muchacho más maravilloso que había visto jamás. Lo adoré en silencio durante cinco años antes de que se fijara siquiera en mí y luego hubo una hermosa época en que aún lo adoraba y empezó a fijarse en mí y luego mientras él se fijaba más y más en mí descubrí de pronto, por casualidad, el terrible hipócrita que era en realidad, y ahora él quería que me casara con él y yo lo odiaba con toda mi alma. Lo peor de todo es que no conseguí decirle lo que pensaba de él porque contrajo tuberculosis antes de que yo pudiera hacerlo, y ahora tenía que animarlo hasta que se recuperara y pudiera enfrentarse con la verdad desnuda. Decidí no bajar a la cafetería a desayunar. Eso habría significado tener que vestirme, ¿y para qué vestirse si uno ha de pasar toda la mañana en cama? Pude haber llamado para que alguien me subiera el desayuno, pero habría tenido que darle propina y yo nunca sabía cuánto había que dar. Había tenido unas cuantas experiencias descorazonadoras en Nueva York tratando de dar propinas a la gente. Cuando llegué por primera vez al Amazonas, un hombrecillo calvo y enano, con uniforme de botones, me subió la maleta en el ascensor y me abrió la puerta de la habitación. Por supuesto me precipité a la ventana para ver cómo era el panorama. Al cabo de un rato percibí al botones abriendo los grifos del lavabo y diciendo: «Esta es la fría y ésta la caliente», encendiendo la radio y nombrando todas las emisoras de Nueva York, y empecé a sentirme nerviosa, así que me mantuve de espaldas a él y le dije fríamente: —Gracias por subir mi maleta. —Gracias, gracias. ¡Ja! —dijo en un tono brutal y con una voz horrible, y antes de que pudiera darme vuelta para ver qué era lo que quería se había ido, cerrando la puerta tras él con un violento golpe. Más tarde, al hablarle a Doreen de lo extraño de su conducta, ella me dijo: —Tonta, quería su propina. Le pregunté cuánto habría debido darle y ella me respondió que veinticinco centavos, cuando menos, o treinta y cinco, si la maleta era muy pesada. Yo podía haber subido la maleta perfectamente bien, sólo que el botones parecía tan ansioso por hacerlo que le dejé llevarla. Creía que ese tipo de servicio iba incluido en la cuenta del hotel. Detesto dar dinero a la gente por cosas que yo misma puedo hacer; me pone nerviosa. Doreen decía que el diez por ciento es lo que uno debe dar de propina, pero de una forma u otra yo nunca tenía el dinero suelto y me habría sentido terriblemente estúpida dándole a alguien medio dólar y diciéndole: —Quince centavos son su propina; por favor, devuélvame el cambio. La primera vez que tomé un taxi en Nueva York le di diez centavos de propina al conductor. La carrera costaba un dólar así que pensé que diez centavos era lo justo y le di mi moneda con cierto orgullo y una sonrisa. Pero él se limitó a sostenerla en la mano y mirarla y mirarla; cuando salí del coche, esperando no haberle dado una moneda canadiense por error empezó a gritar: «Yo también tengo que vivir, señora, como todo el mundo», en voz tan alta que me dio miedo y eché a correr. Afortunadamente, se detuvo en un semáforo o, de lo contrario, creo que habría seguido a mi lado, junto a la acera, gritando de esa forma tan molesta. Cuando le pregunté a Doreen acerca de eso, me dijo que el porcentaje de las propinas en Nueva York debía de haber aumentado del diez al quince por ciento desde su última visita a la ciudad. O eso, o el taxista era un redomado salvaje.
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La Campana de Cristal. Silvia Plath
Teen FictionEsther es una joven universitaria que recibe un premio consistente en vivir unos meses en New York y conocer los entresijos del mundo editorial (publicaciones de cuentos o libros, revistas de moda...). En esos meses vive una vida regalada, con lujos...