Capítulo 16

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La habitación de Joan, con su ropero y su escritorio y su mesa y su silla y su manta blanca con la gran C azul, era una imagen especular de la mía. Se me ocurrió que Joan, habiendo sabido dónde estaba yo, había alquilado una habitación en el sanatorio con un pretexto, simplemente como una broma. Eso explicaría por qué le había dicho a la enfermera que yo era su amiga. Nunca había conocido a Joan, excepto a una fría distancia. —¿Cómo llegaste aquí?
—Me acurruqué sobre la cama de Joan. —Leí acerca de ti —dijo Joan. —¿Qué?
—Leí acerca de ti y me escapé. —¿Qué quieres decir? —dije llanamente.
—Bueno —Joan se recostó en el sillón de cretona floreada del sanatorio—, tenía un empleo de verano, en el que trabajaba para el jefe de una de las ramas de cierta fraternidad, como los francmasones, tú sabes, pero no eran los francmasones, y me sentía terriblemente mal. Tenía unos juanetes que casi no me dejaban caminar, en los últimos días tenía que usar botas de goma en vez de zapatos para ir al trabajo y te puedes imaginar cómo eso afectó mi ánimo. Pensé que Joan estaba loca —usando botas de goma para ir al trabajo—, o debía estar tratando de ver cuán loca estaba yo, creyendo todo eso. Además, sólo a los viejos les salen juanetes. Decidí simular que yo creía que estaba loca y que sólo le estaba siguiendo la corriente. —Siempre me siento miserable sin zapatos
—dije con una sonrisa ambigua—.¿Te dolían mucho los pies?
—Terriblemente. Y mi jefe, que acababa de separarse de su esposa, no podía divorciarse de inmediato porque eso no estaba bien visto en aquella orden fraternal, continuaba llamándome cada minuto, y cada vez que me movía me dolían endiabladamente los pies, pero en el segundo en que me sentaba, volvía a sonar el timbre de llamada y ya tenía otra cosa que quería quitarse de encima...
—¿Por qué no renunciaste? —Oh, sí, lo dejé, más o menos. Faltaba al trabajo con permiso, alegando enfermedad. No salía. No veía a nadie. Oculté el teléfono en un cajón y jamás contestaba... Entonces mi doctor me invitó a ver un psiquiatra de un gran hospital. Tenía una cita para las doce, y estaba en un estado horrible. Finalmente, a las doce y media, la recepcionista salió y me dijo que el doctor había salido a almorzar. Me preguntó si quería esperar y le dije que sí. —¿Regresó el doctor? —La historia sonaba demasiado complicada para que Joan la hubiera inventado toda, pero la incité a que continuara para ver cuál era el resultado. —Oh, sí. Yo me iba a matar, ya lo creo. Dije: «Si este doctor no hace algo, éste es el final.» Bueno, la recepcionista me condujo por un largo pasillo y cuando llegamos a la puerta se volvió hacia mí y me dijo: «No te importa si hay algunos estudiantes con el doctor, ¿verdad?» ¿Qué podía decir?
«Oh, no», dije. Entré y encontré nueve pares de ojos fijos en mí. ¡Nueve! Dieciocho ojos separados. Ahora que si esa recepcionista me hubiera dicho que iba a ver nueve personas en esa habitación, me habría ido en el acto. Pero ya estaba allí y era demasiado tarde para hacer algo. Bueno en ese día en particular yo llevaba puesto un abrigo de pieles... —¿En agosto? —Oh, era uno de esos días fríos y húmedos y yo pensé, mi primer psiquiatra... ya sabes. De cualquier forma, el psiquiatra no hacía más que mirar el abrigo de pieles todo el tiempo mientras yo hablaba, y pude darme cuenta de lo que pensó cuando quise pagar el precio para estudiantes en vez de la consulta completa. Podía ver los signos de dólares en sus ojos. Bueno, no sé exactamente todo lo que dije, acerca de los juanetes y del teléfono en el cajón y de cómo quería matarme, y entonces él me pidió que esperara afuera mientras discutía mi caso con los otros, y cuando me llamó de nuevo, ¿sabes lo que dijo? —¿Qué? —Juntó las manos, me miró y me dijo: «Señorita Gilling, hemos decidido que le haría bien la terapia de grupo.»
—¿Terapia de grupo? —Pensé que debía sonar falsa como una cámara de ecos, pero Joan no se dio cuenta. —Eso fue lo que dijo. Me puedes imaginar queriendo matarme y viniendo a charlar con un montón de extraños, y la mayoría no mejor que yo... —Eso es una locura —me estaba involucrando a pesar de mí misma—. Eso no es ni siquiera humano. —Eso fue lo que yo dije. Fui directamente a mi casa y le escribí a ese doctor una carta. Le escribí una hermosa carta diciéndole que un hombre así no debía ocuparse de ayudar a gente enferma... —¿Recibiste alguna respuesta? —No lo sé. Ese fue el día en que leí acerca de ti. —¿Qué quieres decir? —Oh —dijo Joan—, de cómo la policía creyó que estabas muerta y todo. Tengo un montón de recortes en alguna parte. Se levantó y me llegó un fuerte olor a caballo que me hizo picar la nariz. Joan había sido una de las campeonas de salto y caballo en los juegos gimnásticos anuales de nuestro colegio y me pregunté si habría estado durmiendo en una caballeriza. Joan revolvió su maleta abierta y sacó un puñado de recortes. —Toma, échales un vistazo. El primer recorte mostraba una gran foto ampliada de una muchacha con ojos sombreados de negro y labios negros estirados en una mueca. No podía recordar dónde había sido tomada esa foto tan chocante hasta que observé los zarcillos de Bloomingdale y la gargantilla de Bloomingdale luciendo con blancos destellos brillantes, como estrellas artificiales.
DESAPARECIDA JOVEN BECARIA. MADRE PREOCUPADA. El artículo
bajo la fotografía decía que esta chica había desaparecido de su casa el 17 de agosto, vistiendo una falda verde y una blusa blanca, y que había dejado una nota diciendo que iba a hacer una larga caminata. Puesto que a medianoche la señorita Greenwood no había regresado, decía, su madre llamó a la policía del pueblo. El siguiente recorte mostraba una foto de mi madre, mi hermano y yo juntos en nuestro jardín trasero y sonriendo. Tampoco podía recordar quién había tomado esa foto, hasta que vi que llevaba pantalones de lona y zapatos de goma blancos, y recordé que los había usado el verano en que me dediqué a la recolección de espinacas, y que Dodo Conway había llegado de improviso y nos había tomado algunas instantáneas de los tres en una tarde calurosa. La señorita Greenwood pidió que esta foto fuera publicada, con la esperanza de que anime a su hija a regresar a casa.

La Campana de Cristal. Silvia PlathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora