El hospital privado del doctor Gordon coronaba una elevación cubierta de césped al final de un largo, apartado camino, que había sido blanqueado con conchas de almeja rotas. Las paredes de listones amarillos de la gran casa, con la galería que la rodeaba, fulguraban al sol, pero no había gente paseándose en la verde cúpula del prado. A medida que mi madre y yo nos acercábamos, el calor del verano avanzaba amenazador hacia nosotras, y una cigarra empezó a cantar como una segadora de césped en el corazón de una cobriza haya a nuestra espalda. El sonido de la cigarra sólo servía para subrayar el enorme silencio. Una enfermera nos recibió en la puerta. —Por favor, esperen en la sala. El doctor Gordon estará con ustedes enseguida. Lo que me molestaba era que todo en la casa parecía normal, aunque yo sabía que debía de estar atestada de locos. No había barrotes en las ventanas que yo podía ver y no oía sonidos salvajes ni inquietantes. La luz del sol se marcaba en rectángulos regulares sobre las gastadas pero suaves alfombras rojas y un olor a hierba cortada endulzaba el aire. Me detuve en la puerta de la sala. Durante un minuto pensé que era una réplica del salón de fiestas de una casa de huéspedes que había visitado una vez, en una isla frente a la costa de Maine. Las puertas de la terraza dejaban entrar un resplandor de luz blanca, un gran piano llenaba el extremo más alejado del cuarto y gente vestida con ropas de verano estaba sentada frente a mesas de jugar a cartas y en las poltronas de mimbre ladeadas que se encuentran con tanta frecuencia en los hoteles de medio pelo en la orilla del mar. Entonces me di cuenta de que ninguna de las personas se movía. Miré más de cerca, tratando de
Deducir algo de sus rígidas posturas. Distinguí hombres y mujeres, y muchachos y muchachas que debían ser tan jóvenes como yo, pero había tal uniformidad en sus rostros como si hubieran permanecido durante mucho tiempo en un estante, lejos de la luz del sol, bajo capas de pálido, fijo polvo. Entonces vi que algunas de las personas en realidad se movían un poco, pero con gestos tan pequeños, como de pájaro, que al principio no los había percibido. Un hombre de cara grisácea estaba contando un mazo de cartas, uno, dos, tres, cuatro... Pensé que debía estar viendo si era un mazo completo, pero cuando hubo terminado de contar, empezó a hacerlo de nuevo. A su lado, una dama gorda jugaba con una sarta de cuentas de madera. Llevaba todas las cuentas hasta un extremo del cordel. Luego, clic, clic, clic, las dejaba caer de nuevo, una sobre la otra. En el piano, una joven hojeaba unas cuantas partituras, pero cuando vio que yo la miraba bajó furiosa la cabeza y rompió las hojas en dos. Mi madre me tocó el brazo y entré tras ella a la habitación. Nos sentamos, sin hablar, en un sofá lleno de bultos que crujía cada vez que uno se movía. Entonces mi mirada se deslizó por sobre la gente hasta la llamarada verde de más allá de las diáfanas cortinas, y me sentí como si estuviera sentada en el escaparate de una enorme tienda. Las figuras que me rodeaban no eran gente, sino maniquíes pintados para que parecieran gente y colocados en actitudes que imitaban a la vida.Subí tras la oscura espalda enchaquetada del doctor Gordon. Abajo, en el vestíbulo, había tratado de preguntarle cómo sería el tratamiento de electroshock, pero cuando abrí la boca no salieron palabras, sólo se me agrandaron los ojos y miré fijamente la sonriente cara familiar que flotaba ante mí como un plato lleno de promesas. Al final de la escalera terminaba la alfombra granate. Un sencillo linóleo marrón clavado al suelo la sustituía, y se extendía por un pasillo con blancas puertas cerradas a los lados. Mientras seguía al doctor Gordon oí gritar a una mujer. De pronto surgió una enfermera en la esquina del corredor frente a nosotros llevando a una mujer con un albornoz azul, con el pelo enredado, largo hasta la cintura. El doctor Gordon dio un paso hacia atrás y yo me pegué a la pared. —Voy a saltar por la ventana, voy a saltar por la ventana, voy a saltar por la ventana —decía la mujer, mientras era arrastrada, agitando los brazos y forcejeando para zafarse de las manos de la enfermera. Gorda y musculosa, con la parte delantera de su uniforme sucia, la enfermera estrábica usaba unas gafas tan gruesas que cuatro ojos me observaban desde detrás de los cristales redondos, gemelos. Estaba tratando de distinguir cuáles eran los ojos verdaderos y cuáles los falsos, y cuál de los ojos reales era el desviado y cuál el bueno cuando ella acercó su cara a la mía con una mueca cómplice y siseó, como para tranquilizarme: —¡Ella cree que va a saltar por la ventana, pero no puedo saltar por la ventana, porque todas tienen barrotes! Y mientras el doctor Gordon me hacía pasar a una desnuda habitación en la parte de atrás de la casa, vi que las ventanas de aquel sector estaban en efecto enrejadas y que la puerta del cuarto y la puerta del armario y los cajones del escritorio y todo lo que se abría y se cerraba estaba provisto de cerradura para poder cerrarlo con llave. Me eché en la cama. La enfermera del ojo desviado regresó. Me desabrochó el reloj y lo dejó caer en su bolsillo. Luego empezó a pellizcar las horquillas para quitármelas del pelo. El doctor Gordon estaba abriendo el armario. Arrastró hacia fuera una mesa con ruedas con una máquina encima y la empujó hasta detrás de la cabecera de la cama. La enfermera comenzó a untarme las sienes con una grasa olorosa. Cuando se inclinó para alcanzar el lado de mi cabeza que estaba más cerca de la pared, su grueso busto me cubrió la cara como una nube o una almohada. Un hedor vago, medicinal, emanaba de su carne. —No te preocupes —dijo, haciéndome una mueca—. La primera vez todo el mundo está muerto de miedo. Traté de sonreír, pero la piel se me había puesto rígida como un pergamino. El doctor Gordon me estaba colocando una placa de metal a cada lado de la cabeza. Las sujetó en su sitio con la hebilla de una correa que se me incrustaba en la frente, y me dio un alambre para que mordiera. Cerré los ojos. Se produjo un breve silencio, como cuando se contiene el aliento. Entonces algo se inclinó y se apoderó de mí y me sacudió como si fuera el fin del mundo. Vi-i-i-i-i, chillaba, a través de un aire crepitante de luz azul y con cada relámpago un gran estremecimiento me vapuleaba hasta que pensé que se me romperían los huesos y que la savia se iba a derramar de mí como de una planta partida en dos. Me pregunté qué cosa tan terrible había hecho.
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La Campana de Cristal. Silvia Plath
Teen FictionEsther es una joven universitaria que recibe un premio consistente en vivir unos meses en New York y conocer los entresijos del mundo editorial (publicaciones de cuentos o libros, revistas de moda...). En esos meses vive una vida regalada, con lujos...