Capítulo 20

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Una capa fresca de nieve blanqueaba los prados del sanatorio. No era una llovizna navideña sino un diluvio de enero, de la altura de un hombre, del tipo que desvanece las escuelas, oficinas e iglesias, y deja durante un día o más un puro y blanco pliego en lugar de las libretas de memorándums, agendas y calendarios. En una semana, si pasaba la entrevista con la junta médica, el gran coche de Philomena Guines me conduciría al Oeste, y me depositaría frente a las puertas de hierro forjado de mi universidad. ¡El corazón del invierno! Massachusetts estaría sumergida en una calma marmórea. Me imaginé los pueblos cubiertos de copos de nieve de la Abuela Moses, las extensiones pantanosas rechinando con espadañas secas, las charcas donde las ranas y los siluros soñaban bajo una hoja de hielo, y los bosques temblorosos. Pero bajo la engañosamente limpia y nivelada pizarra, la topografía sería la misma, y en vez de San Francisco, o Europa o Marte, estaría aprendiendo el viejo paisaje, arroyo y colina y árbol. Por otra parte, parecía algo tan tonto comenzar, después de un lapso de seis meses, en aquel lugar que tan vehementemente había abandonado... Todo el mundo sabría lo mío por supuesto. La doctora Nolan había dicho, bastante francamente, que mucha gente me trataría con cautela, y hasta me evitaría como a un leproso con una campana de advertencia. El rostro de mi madre me vino a la mente, una luna pálida, reprobatoria, en su primera y última visita al sanatorio desde el día en que cumplí los veinte años. ¡Una hija en un manicomio! Yo le había hecho eso. Aun así, obviamente, había decidido perdonarme. —Comenzaremos donde lo dejamos, Esther —había dicho, con su dulce sonrisa de mártir—. Actuaremos como si todo esto fuera una pesadilla.
—Una pesadilla... Para la persona encerrada en la campana de cristal, vacía y detenida como un bebé muerto, el mundo mismo es la pesadilla. Una pesadilla. Yo lo recordaba todo. Recordaba los cadáveres y a Doreen, y la historia de la higuera y el diamante de Marco y el marinero en el parque y la enfermera de ojos estrábicos del doctor Gordon y los termómetros rotos y el negro con sus dos clases de judías y los diez kilos que engordé por la insulina y la roca que se combaba entre el cielo y el mar como una calavera gris. Quizás el olvido, como una bondadosa nieve, los entumeciera y los cubriera. Pero eran parte de mí. Eran mi paisaje.

—¡Un hombre que viene a verte! La sonriente enfermera con su toca blanca asomó la cabeza por la puerta, y durante un segundo de confusión, pensé que estaba realmente de vuelta en el colegio, y esos pulidos muebles blancos y ese blanco panorama de árboles y colinas, una mejora en las gastadas sillas y en el escritorio y en la visión un desnudo patio de mi antigua habitación: «¡Un hombre que quiere verte!», había dicho la chica de guardia por el teléfono del dormitorio. ¿Qué había en nosotras, en Belsize, que fuera tan diferente de las muchachas que jugaban bridge, chismorreaban y estudiaban en la universidad a la cual yo iba a regresar? Esas muchachas también estaban sentadas bajo campanas de cristal de cierta clase. —¡Entra! —exclamé, y Buddy Willard, con la gorra caqui en la mano, entró en la habitación. —Bueno, Buddy —dije.
—Bueno, Esther. Nos quedamos parados ahí mirándonos el uno al otro. Esperé un toque de emoción, aunque fuera el más tenue resplandor. Nada. Nada, excepto un grande, afable aburrimiento. La forma de Buddy enchaquetada en caqui parecía tan perfecta y tan desconectada de mí, como los postes marrones contra los cuales se había recostado al fondo de la pista de esquiar, aquel día, hacía ya un año. —¿Como viniste hasta aquí? —pregunté finalmente. —En el coche de mamá. —¿Con toda esta nieve? —Bueno —Buddy hizo una mueca—. Estoy atascado afuera, en un banco de nieve. La colina fue demasiado para mí.
¿Hay algún lugar donde pueda pedir prestada una pala? —Podemos conseguir una pala de alguno de los jardineros. —Bien. —Buddy se volvió para irse.
—Espera, iré a ayudarte. Buddy me miró entonces, y en sus ojos vi una vacilante llamita de extrañeza, la misma mezcla de curiosidad y cautela que había visto en los ojos de la miembro de la secta religiosa, de mi antigua profesora de inglés, y del pastor unitario que solía visitarme. —Oh, Buddy
—reí—. Estoy bien. —Oh, lo sé, lo sé, Esther —dijo Buddy precipitadamente.
—Eres tú quien no debe desenterrar coches. No yo. Y Buddy, en efecto, me dejó hacer la mayor parte del trabajo. El coche había patinado en la vidriosa colina que subía hacia atrás, con una rueda sobre el borde de la calzada, hasta un empinado montón de nieve. El sol, salido de entre sus grises mortajas de nubes, brillaba con un resplandor veraniego sobre las inmaculadas laderas. Hice un alto en mi trabajo para mirar desde allí aquella prístina extensión, y sentí entonces la misma profunda emoción que me produce el ver los árboles y las tierras en las que la hierba nos llega a la cintura, bajo una inundación, como si el orden acostumbrado del mundo hubiera variado ligeramente y hubiera entrado en una nueva fase. Estaba agradecida por lo  del coche y el banco de nieve. Le impedían a Buddy preguntarme lo que yo sabía que iba a preguntar y que finalmente preguntó con una voz baja y nerviosa, durante el té de la tarde en Belsize. DeeDee nos observaba como una gata envidiosa, por sobre el borde de su taza. Después de la muerte de Joan, DeeDee había sido trasladada a Wymark por un tiempo, pero ahora estaba de nuevo entre nosotras. —Me he estado preguntando...  —Buddy colocó  su  taza  en  el plato  con un torpe repiqueteo.
—¿Qué te has estado preguntando? —Me he estado preguntando... quiero decir, pensé que tal vez tú podrías decirme algo. Los ojos de Buddy se encontraron con los míos, y vi por primera vez cuánto había cambiado. En lugar de la antigua sonrisa de seguridad que lucía tan fácil y frecuentemente, como la lámpara de un fotógrafo, su rostro estaba grave, hasta desasosegado: el rostro de un hombre que con frecuencia no obtiene lo que quiere. —Te lo diré si puedo, Buddy. —¿Crees tú que haya algo en mí que vuelve locas a las mujeres? No pude contenerme y estallé en carcajadas. Quizá por la serenidad del rostro de Buddy y el significado corriente de la palabra «locas» en una oración como ésa.
—Quiero decir —insistió Buddy—, salí con Joan y luego contigo, y primero tú... te volviste, y luego Joan... Con un dedo empujé un resto de pastel hacia una gota de té. —¡Por supuesto que no tuviste la culpa! Se lo oí decir a la doctora Nolan. Fui a hablar con ella acerca de Joan y es la única vez que la recuerdo enojada. «¡Nadie lo hizo! ¡Ella lo hizo!» Y entonces la doctora Nolan me explicó cómo hasta los mejores psiquiatras tienen suicidas entre sus pacientes, y cómo ellos, si es que alguien debe serlo, deben ser considerados responsables, pero cómo, por el contrario, no se consideran responsables. —No tuviste nada que ver con nosotras, Buddy. —¿Estás segura? —Absolutamente. —Bueno
—Buddy respiró—. Me alegro de ello. Y se tomó todo el té como si fuera un tónico.

La Campana de Cristal. Silvia PlathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora