Capítulo 18

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—Esther. Desperté de un profundo y húmedo sueño y lo primero que vi fue el rostro de la doctora Nolan que nadaba frente a mí y decía: —Esther, Esther. Me froté los ojos con mano torpe. A espaldas de la doctora Nolan podía ver el cuerpo de una mujer que llevaba puesta una bata arrugada a cuadros blancos y negros y estaba tirada sobre un catre como si hubiera caído desde una gran altura. Pero antes de que pudiera comprender nada más, la doctora Nolan me condujo a través de una puerta hacia el aire fresco y el cielo azul. Todo el calor y el miedo habían desaparecido. Me sentía sorprendentemente en paz. La campana de cristal pendía suspendida, a unos cuantos pies por encima de mi cabeza. Yo estaba abierta al aire que circulaba. —Fue como te dije que sería,
¿no es así? —dijo la doctora Nolan, mientras regresábamos juntas a Belsize a través del crujido de hojas secas. —Sí. —Bueno, siempre será así —dijo con firmeza—. Vas a recibir electroshocks tres veces por semana, los martes, jueves y sábados. Aspiré una gran bocanada de aire. —¿Durante cuánto tiempo? —Eso depende —respondió la doctora Nolan— de ti y de mí.

Levanté el cuchillo de plata y rompí la cáscara de mi huevo. Después dejé a un lado el cuchillo y lo miré. Traté de recordar para qué había querido yo los cuchillos, pero mi mente se deslizó del lazo corredizo del pensamiento y se meció como un pájaro en el centro del aire vacío. Joan y DeeDee estaban sentadas una junto a la otra en el taburete del piano y DeeDee le estaba enseñando a Joan a tocar los bajos de Chopsticks mientras ella tocaba los altos. Medité en lo triste que era que Joan fuera tan caballuna, con esos dientes tan grandes y esos ojos como dos bolitas grises y saltones. Si ni siquiera podría conservar a un chico como Buddy Willard. Y el esposo de DeeDee estaba obviamente viviendo con una querida u otra y volviéndola avinagrada como una vieja gata fisgona.

—Recibí una carta —cantó Joan, asomando su despeinada cabeza por mi puerta. —Qué bueno para ti. —Mantuve fija la vista en el libro. Desde la finalización de los electroshocks, al cabo de una breve serie de cinco, yo tenía privilegio de ir al pueblo. Joan rondaba a mi alrededor como una grande y zumbante mosca de la fruta, como si la dulzura de la recuperación fuera algo que ella pudiera absorber por la mera proximidad. Le habían quitado sus libros de física y las pilas de empolvadas libretas de espiral llenas de notas de clases que habían llenado su cuarto, y estaba de nuevo confinada a los jardines. —¿No quieres saber de quién es? Joan se deslizó en el cuarto y se sentó en mi cama. Yo quería decirle que se fuera al diablo, que me crispaba los nervios, sólo que no podía hacerlo. —Bueno —metí el dedo en el punto en que estaba leyendo y cerré el libro—. ¿De quién es? Joan sacó un sobre celeste del bolsillo de su falda y lo agitó como para molestarme. —Bueno, eso sí que es una casualidad.
—¿Qué quieres decir con «una casualidad»? Fui hasta mi escritorio, levanté un sobre celeste y lo agité ante Joan como un pañuelo de despedida. —Yo también recibí una carta. Me pregunto si son iguales. —Él está mejor —dijo Joan—, Salió del hospital. Hubo  una pequeña pausa. —¿Te vas a casar con  él?  —No
—dije—, ¿Y tú? Joan sonrió evasivamente. —No me gustaba mucho de todas maneras. —¿No? —No, era su familia la que me gustaba. —¿Quieres decir el señor y la señora Willard? —Sí —la voz de Joan me recorrió la espina dorsal como una corriente de aire—. Yo los quería. Eran tan amables, tan felices, nada parecido a mis padres. Yo iba a visitarlos siempre —hizo una pausa— hasta que tú llegaste. —Lo siento. Entonces añadí: —¿Por qué no continuaste viéndolos si los querías tanto? —Oh, no podía —dijo Joan—. No mientras tú salías con Buddy. Hubiera parecido... no sé, raro. Lo pensé. —Supongo que sí. —¿Vas tú
—Joan titubeó— a dejarlo venir? —No sé. Al principio había pensado que sería horrible que Buddy viniera y me visitara en el manicomio: probablemente sólo vendría a deleitarse y a intimar con los otros doctores. Pero luego me pareció que sería un paso ponerlo en su lugar, renunciar a él, a pesar del hecho de que yo no tenía a nadie; decirle que no había ningún intérprete simultáneo, nadie, pero que él no era el apropiado, que yo había dejado de depender de él. —¿Y tú?
—Sí —Joan respiró—. Quizá traiga a su madre. Voy a pedirle que traiga a su madre... —¿Su madre? Joan se enfurruñó. —Quiero a la señora Willard. La señora Willard es una maravillosa, maravillosa mujer. Ha sido una verdadera madre para mí. Tuve una visión de la señora Willard, con sus trajes de tweed color brezo y sus razonables zapatos y sus sabias, maternales máximas. El señor Willard era su pequeño, y su voz era alta y clara como la de un niñito. Joan y la señora Willard. Joan... y la señora Willard. Había llamado a la puerta de DeeDee aquella mañana para pedirles prestadas algunas partituras para cuatro manos. Esperé varios minutos y entonces, al no oír respuesta y pensando que DeeDee debía haber salido y que yo podía coger las partituras de su escritorio, empujé la puerta y entré en el cuarto. En Belsize, incluso en Belsize, las puertas tenían cerraduras, pero los pacientes no tenían llaves. Una puerta cerrada significaba intimidad y era respetada igual que si estuviera cerrada con llave. Uno llamaba y volvía a llamar y luego se iba. Recordé eso mientras estaba parada con los ojos un tanto inútiles, después del deslumbramiento del pasillo, en  la  profunda  y  almizclada  oscuridad  de  la  habitación.  Cuando  mi vista empezó a aclararse vi una forma alzarse de la cama. Entonces alguien emitió una risa baja. La forma se arregló el pelo y dos ojos pálidos, como guijarros, me contemplaron a través de las sombras. DeeDee estaba recostada sobre las almohadas, con las piernas desnudas, bajo su camisón de lana verde, y me observaba con una sonrisita burlona. Un cigarrillo brillaba entre los dedos de su mano  derecha.  —Sólo  quería...-dije. —Ya sé  —dijo  DeeDee—. La música.
—Hola, Esther —dijo entonces Joan, y su voz me dio ganas de vomitar—. Espérame Esther, voy a tocar la parte de los bajos contigo. Ahora Joan decía con resolución: —Nunca me gustó verdaderamente Buddy Willard. Él pensaba que lo sabía todo. Pensaba que lo sabía todo acerca de las mujeres... Miré a Joan. A pesar de que me crispaba los nervios, y a pesar de mi vieja, empecinada aversión, Joan me fascinaba. Era como observar a un marciano, o a un sapo particularmente verrugoso. Sus pensamientos no eran mis pensamientos, ni sus sentimientos mis sentimientos, pero estábamos lo bastante unidas como para que sus pensamientos y sentimientos parecieran una tergiversada, negra imagen de los míos. Algunas veces me preguntaba si yo no había inventado a Joan. Otras veces me preguntaba si ella continuaría apareciendo repentinamente en cada crisis de mi vida para recordarme lo que yo había sido, por lo que yo había pasado, llevando su propia y separada, pero similar, crisis bajo mis narices.
—No veo lo que las mujeres ven en otras mujeres —le había dicho a la doctora Nolan en mi entrevista de ese mediodía— ¿Qué ve una mujer en otra mujer que no puede ver en un hombre? La doctora Nolan hizo una pausa. Después dijo:
—La ternura. Eso me hizo callar. —Me gustas —estaba diciendo Joan—. Me gustas más que Buddy. Y mientras se estiraba en mi cama con una sonrisa tonta, recordé un escándalo menor que hubo en el dormitorio de nuestra universidad, cuando una estudiante del último año, gorda, con pechos de matrona, hogareña como  una  abuelita  y piadosa  estudiante de  religión,  y una  alta, desgarbada estudiante de primer año —de la que se decía que era prontamente abandonada, en toda clase de formas ingeniosas, por sus ocasionales compañeros de paseo—, empezaron a fijarse demasiado una en la otra. Estaban siempre juntas, y una vez alguien las había visto abrazándose, continuaba la historia, en la habitación de la muchacha gorda. —¿Pero qué estaban haciendo? —había preguntado yo. Cuando quiera que pensaba en hombres con hombres y en mujeres con mujeres, jamás podía imaginar verdaderamente lo que estarían haciendo en realidad. —Oh —había dicho la espía—. Milly estaba sentada en la silla y Tehodora estaba acostada en la cama, y Milly le estaba acariciando el pelo a Theodora. Me sentí desilusionada. Había pensado que obtendría alguna revelación de maldad específica. Me pregunté si todo lo que las mujeres hacían con otras mujeres era acostarse y abrazarse. Por supuesto, la famosa poetisa de mi colegio vivía con otra mujer, una gordinflona y vieja erudita de literatura clásica con un trasquilado corte de pelo holandés, y cuando yo le dije a la poetisa que muy bien podía casarme y tener un montón de niños algún día, me miró con horror. —Pero, ¿y qué pasaría con tu carrera? —había exclamado. La cabeza me dolía. ¿Por qué atraía a estas horripilantes viejas? A la famosa poetisa, a Philomena Guinea, a Jota Ce, y a la miembro de una secta religiosa, y a Dios sabe quién más, y todas querían adoptarme de alguna manera, y que, por el precio de sus cuidados e influencias, yo me pareciera a ellas. —Me gustas.
—Eso está difícil, Joan —dije levantando mi libro—, porque a mí no me gustas. Me das náuseas, si te interesa saberlo. Y salí de la habitación, dejando a Joan echada, hinchada como un caballo viejo, sobre mi cama.

Esperé al médico, preguntándome si debía escaparme. Sabía que lo que estaba haciendo era ilegal —en Massachusetts, pero lo menos, porque el Estado estaba atestado de católicos—, pero la doctora Nolan había dicho que este doctor era un viejo amigo de ella y un hombre sabio. —¿Para qué es su cita? —quería saber la enérgica recepcionista con uniforme blanco, marcando mi nombre en la lista de un cuaderno. —¿Qué quiere decir con «para»? —No había pensado que nadie que no fuera el mismo doctor me preguntaría eso, y la sala de espera común estaba llena de otras pacientes que esperaban a otros doctores, la mayoría embarazadas o con bebés, y sentí sus ojos sobre mi vientre plano, virginal. La recepcionista me echó un vistazo y me sonrojé. —Un diafragma,
¿no es así? —dijo bondadosamente—. Sólo quería estar segura para saber cuánto cobrarle. ¿Es usted estudiante? —Sí... sí. —Entonces será sólo la mitad del precio. Cinco dólares, en vez de diez. ¿Le envío la cuenta? Estaba a punto de dar la dirección de mi casa, donde probablemente ya estuviera para cuando llegara la cuenta, pero entonces pensé en mi madre abriéndola y viendo de qué se trataba. La única otra dirección que tenía era el inocuo apartado que usaba la gente que no quería que se supiera que vivían en un manicomio. Pero pensé que la recepcionista podía reconocer el apartado, así que dije: — Mejor pago ahora —y saqué cinco billetes de un dólar del rollo que tenía en el portamonedas. Los cinco dólares eran parte de lo que Philomena Guinea me había enviado como una especie de regalo por mi recuperación. Me pregunté qué pensaría si supiera en qué estaba usando su dinero. Tanto si lo sabía como si no, Philomena Guinea estaba comprando mi libertad. —Lo que odio es la idea de estar a merced de un hombre —le había yo dicho a la doctora Nolan—. Un hombre no tiene una sola preocupación en el mundo, mientras yo tengo un bebé pendiendo sobre mi cabeza, como un gran garrote para mantenerme en la línea recta. —¿Actuarías en forma diferente si no tuvieras que preocuparte por un bebé?
—Sí —dije—, pero... —y le conté a la doctora Nolan acerca de la abogada y su defensa de la castidad. La doctora Nolan esperó a que yo terminara. Entonces se echó a reír a carcajadas. —¡Propaganda! —dijo, y garabateó el nombre de ese doctor en un talonario de recetas. Hojeé nerviosamente un ejemplar del Baby Talk. Las gordas y brillantes caras de los bebés fulguraban ante mí, página tras página: bebés calvos, bebés de color chocolate, bebés con cara de Eisenhower, bebés que se daban la vuelta por primera vez, bebés tratando de alcanzar un sonajero, bebés comiendo su primera cucharada llena de comida sólida, bebés haciendo todos los pequeños trucos que se necesitan para crecer, paso a paso, en un mundo inquieto e inestable. Olí una mezcla de Pabulum y leche agria y hedor de pañales salados como bacalao y me sentí afligida y tierna. ¡Qué fácil les parecía tener hijos a las mujeres que me rodeaban! ¿Por qué era yo tan poco maternal y distinta? ¿Por qué no podía yo soñar con dedicarme a un bebé tras otro gordo bebé en crecimiento como Dodo Conway? Si tuviera que atender a un bebé todo el día me volvería loca. Miré el bebé en el regazo de la mujer que estaba frente a mí. No tenía idea de su edad. Nunca la tenía con los bebés; por lo que yo sabía éste podría hablar caprichosamente y tener veinte dientes tras sus labios fruncidos y rosados. Sostenía su pequeña y bamboleante cabecita sobre sus hombros —no parecía tener cuello— y me observaba con una expresión sabia, platónica. La mamá del bebé sonreía y sonreía, sosteniendo a aquel bebé como si fuera la primera maravilla del mundo. Observé a la madre y al bebé para encontrar alguna clave de su mutua satisfacción, pero antes de que hubiera descubierto nada, el doctor me llamó. —Usted quisiera un diafragma —dijo jovialmente, y pensé con alivio que no era la clase de doctor que hacía preguntas embarazosas. Había jugado con la idea de decirle que pensaba casarme con un marinero tan pronto como su buque anclara en el Charleston

Navy Yard, y la razón por la cual no tenía un anillo de compromiso era que éramos demasiado pobres, pero en el último momento rechacé esa historia y simplemente dije: «Sí.» Me subí a la mesa de reconocimiento pensando: «Estoy trepando hacia la libertad, libertad del temor, libertad de no casarme con la persona inadecuada, como Buddy Willard, sólo a causa del sexo; libertad de los Hogares Florence Cretteden, adonde van todas las muchachas pobres que debieron haber sido ayudadas como yo, porque lo que hicieron, lo harían de todas maneras, sin hacer caso...» Mientras volvía al sanatorio con mi caja en su sencillo envoltorio de papel marrón sobre el regazo, podía haber sido la Señora Cualquiera, regresando de un día en el pueblo con una torta de Schrafft para su tía soltera o con un sombrero de Filene's Basement. Poco a poco la sospecha de que los católicos tenían ojos con rayos X fue disminuyendo y recobré la confianza. Había aprovechado bien mi permiso para ir de compras, pensé. Era dueña de mí misma. El paso siguiente era encontrar el tipo de hombre apropiado.

La Campana de Cristal. Silvia PlathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora