Capítulo 7

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Por supuesto, Constantino era demasiado bajo, pero a su manera era bien parecido, con cabello castaño claro y ojos azul oscuro y una expresión viva, desafiante. Casi se le hubiera podido tomar por norteamericano, tan bronceado y con una dentadura tan buena, pero me di cuenta enseguida de que no lo era. Tenía lo que ningún norteamericano que haya conocido tenía, esto es, intuición. Desde el principio Constantino adivinó que yo no era ninguna protegida de la señora Willard. Alcé una ceja aquí y solté una seca risita allá, y muy pronto estuvimos burlándonos abiertamente de la señora Willard y pensé: «Al tal Constantino no le importará que sea demasiado alta y que no conozca suficientes idiomas y que no haya estado en Europa; él verá a través de todo eso lo que realmente soy.» Constantino me condujo a las Naciones Unidas en su viejo descapotable verde, asientos de arrugado cuero marrón y con la capota bajada. Me dijo que su bronceado se debía a que jugaba al tenis, y cuando estuvimos sentados una junto al otro volando calle abajo a pleno sol, él me tomó la mano y me la apretó y me sentí feliz como no lo había sido desde que tenía unos nueve años y corría con mi padre por las calientes, blancas playas, el verano anterior a su muerte. Y mientras Constantino y yo estábamos sentados en uno de esos silenciosos, alfombrados auditoriums de las Naciones Unidas, junto a una austera y musculosa muchacha rusa, sin maquillaje, que era intérprete simultánea como Constantino, pensé en lo extraño que era el que nunca se me hubiera ocurrido que sólo había sido puramente feliz hasta cumplir los nueve años. Después —a pesar del excursionismo y las clases de piano y las clases de pintura a la acuarela y las lecciones de baile y el campamento de verano en la playa, todo lo cual mi madre siempre se esforzó por darme, y el colegio, con las carreras a través de la niebla antes del desayuno y los pasteles de fondo oscuro y los pequeños nuevos fuegos artificiales de las ideas resplandeciendo cada día— nunca había vuelto a ser verdaderamente feliz. Observé con gran interés a la muchacha rusa con su traje de chaqueta gris cruzado, que vertía modismo tras modismo a su propia ininteligible lengua —de lo cual Constantino dijo que era la parte más difícil porque los rusos no tienen los mismos modismos que nosotros— y deseé con todo mi corazón poder meterme dentro de ella y pasar el resto de mi vida ladrando un modismo tras otro. Podría no hacerme más feliz, pero sería un granito más de eficiencia entre los demás granitos. Entonces Constantino y la intérprete rusa y todo aquel montón de hombres negros y blancos y amarillos discutiendo allá abajo detrás de sus micrófonos rotulados parecieron alejarse en la distancia. Vi sus bocas subir y bajar sin sonido, como si estuvieran sentados en la cubierta de un buque que partía, dejándome en medio de un enorme silencio. Empecé a sumar todas las cosas que yo no podía hacer. Comencé por la cocina. Mi abuela y mi madre eran tan buenas cocineras que se lo dejé todo a ellas. Estaban constantemente tratando de enseñarme un plato u otro, pero todo lo que yo hacía era mirar y decir: «Sí, si ya veo», mientras las instrucciones se deslizaban por mi cabeza como agua, y luego siempre echaba a perder lo que hacía, de manera que nadie me pedía que lo hiciera otra vez. Recuerdo a Jody, mi mejor y única amiga del primer año en la universidad, haciéndome huevos revueltos, una mañana en su casa. Sabían distinto, y cuando le pregunté si les había puesto algo especial, dijo que queso y sal de ajo. Le pregunté quién le había dicho que lo hiciera y ella respondió que nadie, que simplemente se le había ocurrido. Además de ser práctica, estudiaba sociología. Yo tampoco sabía taquigrafía. Esto significaba que no podría obtener un buen empleo al graduarme. Mi madre no dejaba de decirme que nadie quería a una simple licenciada en Lengua Inglesa. Pero una licenciada en Inglés que supiera taquigrafía era algo distinto. Todo el mundo la quería. Era muy solicitada por los jóvenes que hacen carrera y transcribía una emocionante carta tras otra. El problema era que yo detestaba la idea de trabajar para los hombres de cualquier forma que fuera. Quería dictar mis propias emocionantes cartas. Además, esos pequeños símbolos taquigráficos del libro que mi madre me mostraba, me parecían tan malos como, digamos t igual a tiempo y s igual a la distancia total. Mi lista se hacía más larga. Era una deplorable bailarina. No podía llevar el ritmo. No tenía sentido del equilibrio, y cuando teníamos que recorrer una tabla estrecha, con las manos a los lados y un libro sobre la cabeza durante la clase de gimnasia, yo siempre me caía. No podía montar a caballo ni esquiar, las dos cosas que más deseaba hacer, porque costaban demasiado dinero. No sabía hablar alemán ni leer hebreo ni escribir chino. No sabía ni siquiera en qué lugar del mapa estaban la mayoría de los extraños lejanos países que los hombres de la ONU que tenía delante representaban. Por primera vez en mi vida, sentada allí, en el corazón aislado acústicamente del edificio de las Naciones Unidas, entre Constantino, capaz de jugar tenis tan bien como interpretar simultáneamente, y la chica rusa que sabía tantos modismos, me sentí terriblemente inadecuada. El problema era que yo siempre había sido inadecuada, simplemente no había pensado en ello. En lo único que destacaba era en ganar becas y premios, y esa época se acercaba a su fin. Me sentí como un caballo de carreras en un mundo sin pistas o como un campeón universitario de fútbol, súbitamente enfrentado con Wall Street y un traje de ejecutivo, sus días de gloria reducidos a una pequeña copa de oro sobre la repisa de su chimenea, con una fecha grabada en ella como la fecha de una lápida. Vi mi vida extendiendo sus ramas frente a mí como la higuera verde del cuento. De la punta de cada rama, como si de un grueso higo morado se tratara, pendía un maravilloso futuro, señalado y rutilante. Un higo era un marido y un hogar feliz e hijos y otro higo era un famoso poeta, y otro higo era un brillante profesor, y otro higo era E Ge, la extraordinaria editora, y otro higo era Europa y África y Sudamérica y otro higo era Constantino y Sócrates y Atila y un montón de otros amantes con nombres raros y profesiones poco usuales, y otro higo era una campeona de equipo olímpico de atletismo, y más allá y por encima de aquellos higos había muchos más higos que no podía identificar claramente. Me vi a mí misma sentada en la bifurcación de ese árbol de higos, muriéndome de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras yo estaba allí sentada, incapaz de decidirme, los higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a mis pies. El restaurante al que me llevó Constantino olía a hierbas y especias y crema de leche. Durante toda mi estancia en Nueva York nunca había encontrado un restaurante así. Sólo encontré los lugares de la cadena Heavenly Hamburger, donde sirven hamburguesas gigantes y sopa del día y cuatro tipos de pasteles de fantasía en un limpio mostrador frente a un reluciente espejo largo. Para llegar a este restaurante, tuvimos que bajar siete escalones escasamente iluminados, hasta una especie de sótano. Carteles de viajes cubrían las paredes oscurecidas por el humo, como otras tantas ventanas pintadas que miraban a lagos suizos y montañas japonesas y llanuras africanas, y gruesas, polvorientas botellas-candelero que parecían haber derramado sus coloreadas ceras durante siglos, rojo sobre azul sobre verde en un fino encaje tridimensional, arrojaban un círculo de luz alrededor de cada mesa donde las caras flotaban, encendidas y llameantes ellas también. No sé qué comí, pero me sentí inmensamente mejor después del primer bocado. Se me ocurrió que mi visión de la higuera y de todos los gruesos higos que se secaban y caían a tierra, bien podía haber surgido del profundo abismo de un estómago vacío. Constantino mantenía nuestros vasos llenos de un dulce vino griego que sabía a corteza de pino y me encontré de pronto hablándole de cómo iba a aprender alemán, ir a Europa y ser corresponsal de guerra, como Maggie Higgins. Me sentía tan bien para cuando llegamos al yogur con confitura de fresas, que decidí dejar que Constantino me sedujera.

La Campana de Cristal. Silvia PlathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora