No sé por qué mi exitosa evasión de la química tuvo que acudir a mi mente allá, en la oficina de Jota Ce. Mientras ella me hablaba, yo veía al señor Manzi, de pie, flotando en el aire tenue, detrás de la cabeza de Jota Ce, como algo sacado por arte de magia de un sombrero, sosteniendo su pelotita de madera y la probeta de la que se desprendió una gran nube de humo amarillo en la víspera de las vacaciones de Pascua y que olía a huevos podridos e hizo reír a todas las muchachas y al señor Manzi. Sentí lástima por el señor Manzi. Me dieron ganas de arrastrarme hasta él y pedirle perdón por ser una mentirosa tan terrible. Jota Ce me tendió una pila de manuscritos de cuentos y me habló mucho más amablemente. Pasé el resto de la mañana leyendo los cuentos y escribiendo a máquina lo que pensaba de ellos en las hojas rosadas de memorándum interno, o enviándolas al despacho del redactor de Betsy para que Betsy las leyera al día siguiente. Jota Ce me interrumpía de vez en cuando para decirme algo práctico o contarme algún chisme. Jota Ce iba a almorzar ese mediodía con dos famosos escritores, un hombre y una señora. El hombre le acababa de vender seis cuentos cortos al New Yorker y seis a Jota Ce. Eso me sorprendió, porque yo no sabía que las revistas compran cuentos en lotes de seis y me dio vértigo pensar en la cantidad de dinero que seis cuentos podían llegar a producir. Jota Ce dijo que debía tener mucho cuidado en ese almuerzo, pues la señora también escribía cuentos, pero nunca se los habían publicado en el New Yorker y Jota Ce sólo le había aceptado uno en cinco años. Tenía que adular al más famoso, procurando al mismo tiempo no herir a la menos famosa. Cuando los querubines del reloj de pared francés de Jota Ce agitaron las alas hacia arriba y hacia abajo, se llevaron las pequeñas trompetas doradas a la boca y silbaron doce notas, una tras otra, Jota Ce me dijo que ya había trabajado lo suficiente por ese día, que me fuera al paseo, al banquete del Ladies' Day y al estreno de la película, y que ella me vería al día siguiente bien temprano por la mañana. Entonces deslizó una chaqueta sobre su blusa color lila, se puso un sombrero de lilas artificiales, se empolvó ligeramente la nariz y se ajustó las gruesas gafas. Tenía un aspecto horroroso, pero parecía muy sabia. Al salir de la oficina me golpeó levemente el hombro con una mano enguantada de color lila. —No dejes que esta depravada ciudad te deprima. Permanecí inmóvil en mi silla giratoria durante unos cuantos minutos y pensé en Jota Ce. Traté de imaginarme cómo sería si yo fuera E Ge, la famosa editora, en una oficina llena de macetas con ficus y violetas africanas que mi secretaria tuviese que regar cada día. Deseé tener una madre como Jota Ce. Entonces sabría qué hacer. Mi madre no era una gran ayuda. Había enseñado taquigrafía y mecanografía para mantenernos desde la muerte de mi padre, y secretamente odiaba tener que hacerlo y lo odiaba a él por haberse muerto sin dejar dinero porque nunca había confiado en los vendedores de seguros de vida. Ella siempre me estaba encima para que aprendiera taquigrafía cuando saliera de la universidad, para que tuviera una habilidad práctica además de un título. —Hasta los apóstoles tenían que construir sus tiendas —solía decir—. Tenían que vivir, igual que nosotros.
Me humedecí los dedos en el cuenco de agua tibia que una camarera de Ladies' Day colocó en el lugar de mis dos platos vacíos de helado. Luego me los sequé uno a uno cuidadosamente con la servilleta de lino, que estaba todavía bastante limpia. Luego la doblé, la puse entre mis labios y los apreté escrupulosamente. Cuando volví a colocar la servilleta sobre la mesa, la forma de unos labios de pelusilla rosada se destacaba en su centro como un diminuto corazón. Pensé en el largo camino que había recorrido. La primera vez que vi un cuenco para los dedos, fue en el hogar de mi benefactora. Era costumbre en mi universidad, según me dijo la pequeña y pecosa señora de la Oficina de Becas, escribirle a la persona cuya beca se tenía, si todavía estaba viva, para darle las gracias. Yo tenía la beca de Philomena Guinea, una rica novelista que asistió a mi misma universidad en los primeros años de mil novecientos y cuya primera novela había sido rodada para cine mudo por Bette Davis, y era el tema de un serial radiofónico que todavía se estaba transmitiendo; resultó que estaba viva y que vivía en una gran mansión, no lejos del club de campo de mi abuelo. Le escribí a Philomena Guinea una larga carta en tinta negra sobre papel gris, con el nombre de la universidad grabado en rojo. Escribí qué aspecto tenían las hojas en otoño cuando yo iba en bicicleta hasta las colinas, y lo maravilloso que era vivir en terrenos de la universidad en vez de viajar en autobús hasta la ciudad y tener que vivir en mi casa, y que quizás algún día sería capaz de escribir grandes obras como ella. Había leído uno de los libros de la señora Guinea en la biblioteca del pueblo —por alguna razón la biblioteca de la universidad no los tenía— y estaba atestado desde el principio hasta el fin de largas e intrigantes preguntas: «¿Columbraría Evelyn que Gladys había conocido a Roger en el pasado?», se preguntaba febrilmente Héctor; y «¿Cómo podía Donald casarse con ella después de saber lo de la niña Elsie, escondida con la señora Rollmop en la apartada granja rural?», le preguntaba Griselda a su helada almohada iluminada por la luna. Estos libros le hicieron ganar a Philomena Guinea, quien más tarde me dijo que había sido muy estúpida en la universidad, millones y millones de dólares. La señora Guinea contestó a mi carta y me invitó a almorzar en su casa. Ahí fue donde vi por primera vez un cuenco para los dedos. En el agua había, flotando, varios capullos de cerezo y yo pensé que sería alguna especie de sopa clara japonesa para después de la comida: me la bebí toda, comiéndome incluso los rizados capullitos. La señora Guinea no dijo nada y fue sólo mucho después, al contarle a una chica de la alta sociedad que conocí en la universidad los detalles de la comida, cuando supe lo que había hecho.
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La Campana de Cristal. Silvia Plath
Teen FictionEsther es una joven universitaria que recibe un premio consistente en vivir unos meses en New York y conocer los entresijos del mundo editorial (publicaciones de cuentos o libros, revistas de moda...). En esos meses vive una vida regalada, con lujos...