Seis

820 41 0
                                    

   Abel despertó con un dolor desgarrador en la garganta, tan seca que no respondía a sus impulsos para gritar, que, aunque él no lo supiera, era debido al cloroformo que se le había hecho respirar incontables veces para mantenerlo dormido en su camino al infierno. Después de despabilar de su sopor y confusión inherente al que recién se despierta, pudo notar que no estaba en el departamento de Aníbal, que había llegado a considerar su nuevo hogar. era una habitación con paredes de madera sin decoración, con solo una cama de plaza y media, en donde estaba acostado. Desesperado, notó que tenía las manos atadas con fuerza en su espalda, tanto así, que no podía sentir sus extremidades. Maldijo por lo bajo, dándose cuenta de lo que había pasado. Unió todas las piezas que tenía al alcance en su mente, suponiendo que ahora estaría en el lugar al que Aníbal lo quería llevar. Sintió tanto odio en su interior que quiso gritar de frustración. Trató de levantarse lentamente, implorando por meter el menor ruido posible, porque si el aguzaba oído, se podía oír movimiento en otra ala de la casa.

    A diferencia de las películas de acción soltarse las manos de unas ataduras no era tan fácil como se veía. Trató toda técnica que se le vino a la cabeza, pero nada funcionó, así que por el momento se dio por vencido con esa tarea, dejándola para después, y empezó a buscar alguna salida que pudiera usar para escaparse, aparte de la puerta, que lo llevaría junto a su captor que hasta ahora no se había dado cuenta de que había terminado de desadormecerse. En la habitación sólo había una pequeña ventanilla en donde solo cabía un niño muy pequeño, por lo que a él no le cabía ni la cabeza en el pequeño espacio. Analizó la idea de cavar un túnel, pero sonaba demasiado ficticio como para que él lo pudiera hacer, aunque de todas formas buscó un objeto contundente, que, si no servía para hacer hoyos en las paredes, podría servir para golpear a Aníbal. En su desesperada inspección notó que había maletas con su ropa dentro debajo de la cama. Pensó, que si no lograba nada iba a terminar suicidándose con sus propios pantalones, pues no concedía tener que estar con ese engendro que lo había secuestrado (aunque otra parte de él dudaba alguna vez hacerlo; él amaba demasiado estar vivo). La sangre le hervía y quería patear la cara de Aníbal hasta romperle el cráneo y dejarlo desfigurado -su furia lo hacía desvariar, él nunca sería capaz de hacerle tanto daño a alguien, no era compatible con su personalidad-. Sus pensamientos fueron dispersados cuando escuchó pasos que se acercaban a la habitación. Se hizo añicos las muñecas frotándolas con la soga, cercenando su propia carne y haciéndola despojos, solo para que sus manos pudieran pasar por las cuerdas que habían ayudado en la destrucción de su piel, que ahora ardía y sangraba profusamente, ya que tocaron las importantes venas que se encontraban en esa zona; eso era lo que no quería hacer, pero era su última opción. Reprimió sus gritos de dolor, que ni él sabía cómo logró acallar, y se hizo una idea de donde se encontraba espacialmente Aníbal, aún si no conocía la casa. Gracias al eco de sus pasos pesados, supuso que andaba dando vueltas por ahí cerca, así que se adelantó a tomar una maleta con más fuerza de la que se necesitaría normalmente, pues ya sus brazos se sentían más débiles por la pérdida de sangre. Cuando supo que Aníbal se dirigía a su habitación se posicionó a un lado de la puerta y esperó.

   La perilla giró con una lentitud dolorosa, poniendo más nervioso a Abel, pero eso no le hacía perder el coraje que ya había reunido. La puerta se abrió con un chirrido, mostrando el semblante de Aníbal sereno, cómo si no hubiera hecho nada malo en su vida. Abel se regocijó cuando observó que la cara de su secuestrador se deformaba al notar que él no se encontraba inconsciente en la cama. Eso sólo duró unos pocos segundos, porque rápidamente notó la figura de su amado a un lado de él, que, reaccionando rápidamente, le comenzó a pegar con fuerza, no con sus manos, si no con una de las maletas que había posicionado bajo el colchón.

     Abel lo azotaba con ira esperando que su contrincante cayera de una vez por todas, pero Aníbal resistía como un toro a sus ataques, que en realidad no eran tan letales cómo se podría creer, ya que Abel tenía menos fuerza a cada instante que pasaba y su sangre, de un profundo rojo, escurría por sus brazos casi lampiños, provocando que gotitas cayeran al suelo y pusieran manchas que nunca más podrían ser borradas de la madera, que la absorbió como agua.

Siempre MíoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora