Diez

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   Estaba ahí, solo tirado sobre la cama, mirando el techo si esperanzas, ya desde días que no se dignaba a pararse, o más bien, arrastrarse como un gusano en busca del baño, o de agua que pasara por su lengua cuarteada y reseca y humectara un poco sus entrañas vacías y hambrientas que gruñían cada cierto tiempo.

   Extrañaba tanto a su mamá, que debía estar sacando la maleza a su huertito, con ojos tristes y a su papá ordeñando vacas ruidosas mientras miraba la paja cabizbajo, aunque ¿sabrían que estaba secuestrado? Ni siquiera quería pensar en eso, pero la presencia que más poblaba su mente era la de Joaquín, uno que sabía muerto, pero que revivía en su memoria con su vivacidad contagiosa, su sonrisa brillante y su amistad inigualable.

   Cuando sintió los pasos de Aníbal por el pasillo, se encogió en su lugar y cerró los párpados con fuerza, tratando de parecer dormido. Desde la masacre de sus tendones Aníbal le había dado su espacio, mirándolo con ojos de perrito; mas todas las noches iba religiosamente a dormir junto a él y abrazarlo como si fuera el ser más importante de la faz de la tierra y universo juntos.

   Aníbal abrió la puerta como todos los días, pero ahora algo había cambiado, Abel lo había observado demasiado, por tanto tiempo que notó enseguida que sus ojos derrochaban lujuria, en vez del vacío de siempre. Sin dudarlo siguió con su papel de bello durmiente, pero no pudo evitar que su pulso se acelerara cuando percibió el peso de las rodillas contrarias avanzando por la cama que hundían el colchón, haciendo un contrapeso, y que esas manos que ya tanto conocía se posicionaran en el hueco poco profundo de su cintura y empezaran a acariciar con una ternura y necesidad que eran prohibidas.

-Abel- le susurró en su oído, haciendo templar toda su espina dorsal -Sé que no estás dormido- sus manos iban bajando hasta la entrepierna de Abel, acariciando cada trozo de piel que alcanzaba- Estoy duro como un tronco- informó besando el cuello desnudo de su víctima, dejando un rastro de saliva.

   Abel tembló aterrado, suponiendo lo que se venía, queriendo desaparecer más que nunca.

-Entonces mastúrbate- le respondió seco, tratando de que su voz no se partiera como un cristal, sin querer demostrar la debilidad que se había apoderado de él hace mucho tiempo.

-No puedo cuando te tengo aquí, tan precioso como siempre- cuando hablaba decidió ponerse manos a la obra, forzando a Abel a girarse y que le diera la cara, pues hasta el momento solo veía su espalda. El chico cerró los ojos tratando de contener las lágrimas y gritos que querían escapar de él.

-Olvídalo, no vas a hacer nada, imbécil- ni él se creía sus palabras, pero tenía que intentarlo, intentar salvar lo poco que le quedaba.

   Aníbal ni siquiera se molestó en responder. Cuando veía a Abel el corazón se le aceleraba y sentimientos que nunca habían recorrido su humanidad se instalaban en cada célula de su cuerpo. Nunca creyó que podría conocer a un ser humano que hiciera que sintiera algo más que indiferencia, que era la emoción que más mantenía en su organismo, o al menos antes de ver a Abel. Por eso es que lo necesitaba, necesitaba cada pedazo de Abel, que fuera siempre suyo, incluso si no lo deseaba y que solo quisiera escapar "por lo menos ya me ocupé de eso" pensó calmando su ansiedad.

-Te amo tanto- confesó una vez más, comenzando a desvestirse. Abel se quedó por unos segundos pasmado, sintiéndose confundido. Nunca nadie le había dicho que le amaba con esa sinceridad, y sintió miedo, porque por segundos el percibió cierta conexión con Aníbal, así como una cadena que lo unía a él, sabiendo que no estaba bien, por lo que cada vez se odiaba un poquito más.

-¿Por qué me confundes tanto? ¿Por qué, después de todo lo que me has hecho, aún te quiero?- soltó con lágrimas atascándose en sus mejillas, bajando con frenesí por sus mandíbulas -Es mentira, no te quiero ni un poco- agregó casi desesperado, tratando de remendar su error y las brechas inmensas que se estaban formando en su psique.

Siempre MíoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora