Siete

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   Recordaba la primera vez que lo vio. Era la vivencia más nítida que tenía en su memoria. Todavía sentía el sudor caer por su frente, con la humedad de los cuerpos apegándose a sus extremidades y cómo se empezaba a ahogar, desesperado por la multitud del transporte público.

   Aunque fuera invierno, lloviera o tronara, en esos vagones infernales siempre haría calor, pero ahora, en verano, era tres veces peor. Aníbal no paraba de lamentarse "¿Por qué aún no me compro un auto?" Se preguntaba exasperado.

   Todo parecía ir para mal. Aún faltaban dos estaciones para que él se bajara, pero no creía que pudiera soportar un minuto más ahí, apretado como sardina.

-¡Ya no caben más!- algún sujeto gritó, al ver que un chico se trataba de subir al vagón, costara lo que costara.

     La gente murmuraba ofendida.

-¡Si caben! ¡Córranse más atrás!- Aníbal no podía ver su rostro, pero apenas escuchó su voz, hipnotizante como olas rompiendo calmadamente en la arena, algo distorsionada por el enojo, supo que era alguien especial.

    El pitido que avisaba que las puertas se cerraban sonó estridente, haciendo que el chico se desesperara por entrar, por lo que la gente se quedó más apretujada que antes. Algunos lo miraban con desagrado, pero Aníbal le entendía perfectamente, pues hace unas cuantas estaciones él también había estado en una situación parecida.

     Mientras el metro avanzaba con un zumbido ensordecedor, Aníbal no podía parar de pensar en el chico que se había entremezclado con la marea de gente. No sabía exactamente qué era, pero ya se sentía enfermo de fascinación, esperando poder encontrarse nuevamente con el joven con voz de mar.

   Su estación estaba por llegar, por lo que empezó a tratar de avanzar entre los cuerpos sudorosos y pegajosos, rezando para que la peste a cuerpo no se le adhiriera a la ropa. Empujó a la gente con los hombros (a veces adrede, otras no) pues sabía que pedir permiso ya había perdido efectividad hace mucho tiempo. Las puertas se abrieron como lo hacían todos los condenados días y con algo de desesperación, trató de avanzar más rápido, pues tenía miedo a quedarse atrapado en el vagón.

   Cuando llegó al borde de la puerta se sintió como un tapón, así que haciendo un poco más de fuerza se soltó de las masas, pasado a llevar otro hombro, que se desequilibró y cayó a un lado de la línea.

-¡Mierda! Lo siento muchísimo- Aníbal supo que había sido su culpa, así que ofreció su mano cómo una ayuda para que el sujeto se pusiera de pie.

-Para la próxima vez ten más cuidado- le respondió de buen humor. Era la misma voz de océano que le había encantado. Se maravilló con la hermosura del chico de piel dorada, de sus párpados semi caídos, su nariz de bordes redondeados y sus labios abombados en la medida perfecta que le miraba algo extrañado, pues no dejaba que quitara su mano del agarre. Aníbal se dio cuenta de esto y con el dolor de su alma lo soltó. Sin más rodeos, el que después sabría que se llamaba Abel, se fue a paso rápido, al igual que todo el mundo en la ciudad.

    Se quedó ahí, pasmado, estorbando en el camino de la inmensidad de gente apurada. No podía creer que el universo lo había unido a tal ser etéreo. Sin pensarlo dos veces mandó al carajo la universidad, y se dispuso a seguirlo, guardando cierta distancia, pues no quería que se asustara y lo denunciara o algo por el estilo, cómo su antiguo novio.

    El chico subía por la escalera saltando los escalones de dos en dos, él, por la mecánica, manteniendo la distancia, pero que a la vez pudiera observarlo con facilidad. Iba hablando por teléfono, y notó al instante que debía ser deportista o algo así, porque en la misma situación, otra persona estaría jadeando por el esfuerzo, pero él, digno, hablaba y saltaba los escalones con facilidad, agregando que tenía una gracilidad innata, por los que sus movimientos se veían delicados en vez de grotescos.

Siempre MíoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora