Uno

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Me despierto por tercera vez en la misma noche, enciendo el móvil y observo la hora en la pantalla, quedándome ciega durante un par de segundos por la luz repentina que emite el dispositivo. Son las seis.

Ignorando que aún me quedan más de dos horas para entrar al instituto, decido levantarme de la cama y dirigirme al escritorio que hay en una esquina de la habitación. Saco de uno de los cajones el cuaderno de tapa dura donde escribo todas las madrugadas y lo abro por la última página escrita gracias a un marcapáginas cutre, roído y viejo, que me regalaron cuando empecé la primaria.

Empiezo a escribir, con la misma letra temblorosa y somnolienta de siempre, la carta número treinta y tres. Porque ya a son treinta y tres las noches que llevo escribiendo sobre él.

Jeongin.

Ojos rasgados, siempre sonrientes y brillantes; pelo el mayor tiempo aplastado y negro; sonrisa ancha a pesar del aparato dental; no muy alto, y delgado; voz suave y angelical; acento asiático bastante marcado.

De eso trata la carta de esta noche: de cómo, a través de las letras de las canciones que canta con su grupo de música, Ivory, ha sido capaz de conquistarme. De cómo sus ojos parecen darse cuenta de mi presencia cuando me cuelo en sus ensayos a última hora. De cómo su sonrisa siempre parece sincera, genuina... y de cómo, aun teniendo una estatura media, tiene una presencia tan grande que me hace temblar.

Después de terminar de escribir todo lo que siento, doblo la hoja arrancada, la meto entre las páginas y guardo el cuaderno en la mochila, anotando mentalmente que tengo que dejarlo hoy en las taquillas del instituto, ya que es viernes. Eso significa que mamá va a hacer hoy limpieza general de la casa, aprovechando que es el único día de la semana que tiene libre, y que corro el riesgo de que descubra todo si se queda por ahí tirado.

En el mismo momento en el que cierro la cremallera, suena la alarma del móvil indicando que son las siete y cuarto y que debería empezar a prepararme para ir a clases. Es la misma rutina de siempre: peinarse, vestirse, desayunar...

Cuando llego al instituto, cinco minutos antes de que suene la sirena que indica el comienzo de la primera asignatura, lo primero que hago es dejar las cosas con prisa en la taquilla. Estoy tan nerviosa que se me cae el cuaderno al suelo, abriéndose y haciendo que todas las hojas sueltas se desperdiguen por el suelo, pero tengo los suficientes reflejos como para agacharme y recogerlas antes de que nadie se acerque a ayudarme.

Las horas transcurren rápidas, sin ningún altibajo, y el fin de semana lo paso estudiando, leyendo y ayudando a Lilian, mi hermana, con los deberes de matemáticas. 

No obstante, es como si el destino me hubiese dado esos días de descanso para prepararme para lo que me espera el lunes, porque nada más entrar a la primera clase todos se giran para mirarme atentamente, poniéndose a cuchichear al instante, tan bajo que no puedo distinguir ni una sola palabra.

Como si se hubiese dado cuenta de mi confusión, una de las chicas con las que mejor me llevo, aunque nuestra relación se limita al compañerismo, se acerca a mí y me dice:

—No sé cómo has sido tan valiente al publicar tus pensamientos. Yo no habría podido ser capaz.

—¿Qué? —pregunto, frunciendo el ceño, sin saber a qué se refiere—. Yo no he hecho nada.

Julia también arruga la frente, haciendo una mueca con la boca en ese mismo momento.

—La revista del instituto —pronuncia con lentitud, como si tuviese miedo de mi reacción. Al ver que me quedo aún más boquiabierta, añade—: Y los corchos. ¿No has sido tú?

—Yo... no sé de qué me estás hablando.

Enciende el móvil que tenía en las manos, lo desbloquea y golpea con el dedo el icono de la galería. Espera a que se cargue y acto seguido selecciona una foto, dejándome el dispositivo para que pueda verla sin problemas.

Insomnia | JeonginDonde viven las historias. Descúbrelo ahora