Cinco

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A la salida me veo obligada a mandarle un mensaje a Nuria, para avisarla de no me espere: hay un grupo de chicas enfrente de mi pabellón esperándome, y si no fuera porque justo hoy llevo un abrigo con capucha para esconderme, me habrían pillado... Y no sé qué habría pasado.

No vivo lejos del instituto, apenas a diez minutos, pero corro por si acaso. No quiero que nadie descubra mi tapadera: quiero llegar a casa sana, y si ello implica tener que correr sin parar en medio del viento frío que ha empezado a levantarse de repente, y enfermar por el aire helado que se me meta en la garganta... Tendré que hacerlo.

Es así durante esa semana y durante la siguiente: me refugio cada día en una sudadera y abrigo diferente, y no se cómo, pero consigo que no me vea ninguna ni en el patio (en el cual me encierro en la biblioteca, lugar que nadie, a no ser que sea por un castigo, visita) ni a la salida; No obstante, todo se tuerce cuando estamos a finales de marzo y las temperaturas suben inesperadamente, haciendo que no pueda usar nada de camuflaje.

Es difícil hacerlo con un jersey o con una camisa, así que no es de extrañar que el último lunes del mes mi huida no se pueda llevar a cabo. A pesar de que ha pasado casi un mes, el cotilleo no ha desaparecido y el rencor hacia mí no ha disminuido ni un poco. Las tres lerdas siguen lazándome miradas envenenadas, y los comentarios no cesan de pulular en cada rincón del instituto.

Al menos las redes sociales parecen haberlo dejado un poco de lado.

Sé que estoy jodida en el momento en el que paso al lado del grupo de siempre con la cabeza baja, sin nada con lo que pueda taparme, y oigo un:

—¡Ahí está!

Antes de que me dé tiempo a reaccionar (lo que se traduce en mis zapatillas derrapando en el asfalto para salir corriendo), alguien tira del asa de mi mochila hacia abajo, tan fuerte que me es imposible mantener el equilibrio y no caerme. El suelo está frío a pesar de la temperatura cálida, y el golpe que me doy es tan fuerte que hace que se me llenen los ojos de lágrimas.

En ese momento, todo es un caos.

Intento sacar el móvil de uno de los bolsillos traseros para encenderlo y mandarle un mensaje de auxilio a alguno de mis amigos, incluso a Lucas aprovechando que hemos establecido una relación cordial gracias a habernos comunicado para acordar la fecha en la que realizaremos el trabajo de francés, pero alguien me lo arrebata de las manos antes de que siquiera le dé al botón.

—¡Eh! —exclamo, molesta por el golpe y el robo. Intento levantarme del suelo, pero presionan mi cabeza hacia abajo para que me resulte físicamente imposible—. Devuélveme mi móvil.

—Y si no lo hago, ¿qué? —Quien me lo ha quitado es Amanda, una chica de dos cursos inferiores al mío. Es bastante grandullona, aunque la verdad es que cualquier persona frente a mi metro de cincuenta y cinco de estatura me parece grande, y siempre tiene cara de mal humor—. ¿Qué vas a hacer? ¿Salir corriendo como todos estos días?

El corrillo que se ha formado a mi alrededor suelta una risa tan estridente que hace que me duela el corazón, que me entren sudores fríos y que además de molestia sienta miedo.

En estos momentos me pregunto dónde están todos los estudiantes que salen del instituto y se quedan hablando con sus amigos a la salida. Todo está desierto, como si nadie hubiese pasado por aquí en años. Es como si todo estuviese planeado, como si el universo hubiese conspirado en mi contra, después de haberme dado todos los días la oportunidad de escapar de algo inevitable.

Genial.

—Dámelo, Amanda —repito, esta vez apelando a su nombre para ver si así se siente más aludida—. No voy a repetirlo otra vez. Dame el móvil ahora que lo estoy pidiendo bien.

Insomnia | JeonginDonde viven las historias. Descúbrelo ahora