Quince

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Mañana es el día en que Jeongin tendrá que tomar el vuelo que le lleve a su país natal, donde estará los siguientes dos años, y el corazón me duele tanto que siento a veces que no puedo respirar.

La noticia de que al final eran dos, y no sólo uno, me sentó como un jarrón de agua fría, y saber que sólo quedan veinticuatro horas para su marcha duele.

Debido a que estamos ya de vacaciones y ya hice el examen de ingreso para la universidad, cuya nota estoy esperando, tenemos el tiempo libre suficiente como para tener una cita larga que dure todo el día, y así poder aprovechar cada segundo antes de que se vaya.

Decidimos que sería buena idea ir a un pueblo lejos de la capital, por lo que tuvimos que madrugar bastante para coger un autobús que nos llevase al norte. Una vez en el pueblo, damos un par de vueltas, empapándonos de todo lo que nos rodea: las casas son individuales, nada que ver con los apartamentos en los que vivimos, y cada una está pintada de un color diferente; los restaurantes aún no han abierto por lo pronto que es; y hay muy pocas personas por la calle. Todo esto nos permite poder pararnos en casi cada rincón para hacernos fotos, e incluso poder acariciar a los numerosos gatos callejeros que nos encontramos en las esquinas.

Nunca pensé que necesitaría ver a Jeongin interactuando con un gato hasta que veo cómo se entretiene acariciando al gato blanco con manchas negras que lleva siguiéndonos unos cuantos minutos. No puedo evitar hacerle tantas fotos que no sé cómo no me salta en el móvil el aviso de que no tengo almacenamiento suficiente.

—Normalmente no le suelo gustar a los gatos —comenta con voz suave, hablando en bajo para no despertar a los habitantes del pueblo que seguramente estén durmiendo—, pero parece que a ese sí.

—No sé cómo no les sueles caer bien, si eres un bebé —no pienso antes de hablar, y aunque me avergüenza hacer ese comentario, ha llegado un punto en nuestra relación en el que hay la suficiente confianza entre ambos como para decir cosas así sin morir en el intento.

Los nervios de las primeras veces, los primeros roces y las primeras conversaciones han desaparecido, pero a ratos aún hay esa incertidumbre de no saber cómo se lo va a tomar el otro.

Jeongin suelta una suave carcajada y tira de mi mano, que tiene entrelazada con la suya, para acercar mi cuerpo al suyo y poder darme un beso en la mejilla sin previo aviso.

—Cuando vivía en Corea conocí a siete chicos, y nos llevábamos tan bien que hacíamos planes prácticamente todos los días, a la salida del instituto —dice, y sonríe con tanta felicidad, recordando esta historia que se me contagia, y me quedo mirándole fijamente con ojos brillantes—. Ahí fue cuando empecé a darme cuenta de que adoraba cantar, porque montábamos nuestras propias coreografías e incluso escribíamos nuestras canciones. Había un chico australiano, Chan, y siempre decía que tengo cara de zorro.

Abro los ojos como platos y tengo que taparme la boca con la mano restante, para no soltar una carcajada. Menos mal que tengo reflejos rápidos, porque si no todo el planeta habría escuchado mi risa tan repentina.

—¿Un zorro? ¿Por qué?

—Decían que por la forma de mis ojos y mis facciones. Quizás por eso no les gusto a los gatos. ¿Sabías que los zorros pertenecen a la familia de los perros?

—Ahora entiendo por qué cada vez que pasábamos por ciertas calles, salían corriendo —me río, y él hincha las mejillas, haciéndose el ofendido.

Andamos casi media hora más cuesta arriba, y llega un punto en que tenemos que elegir si seguir subiendo o bajar al pequeño lago que comunica el pueblo en el que estamos con otro. Aprovechando que no hay nadie y que el sol empieza a pegar fuerte, haciendo que tengamos calor, decidimos quedarnos en un sitio a la sombra desde donde poder vigilar las cosas una vez estemos dentro del agua.

Insomnia | JeonginDonde viven las historias. Descúbrelo ahora