"Cuidado con el pasatiempo que se come"
―Benjamín Franklin
***
Alcé la vista al cielo y en silencio pregunté:
"¿A dónde fueron a parar los colores?
Ni siquiera el sudadero rojo que traía puesto poseía el color chillante que me gustaría ver. Era rojo, con bordados azules en la parte delantera y una correa blanca que encogía la capucha colgaba a los lados. Sin embargo, era igual de aburrido que todos a mi alrededor.
Incluso el cielo poseía un aspecto fantasmal y triste, gris era el color de la monotonía y que, por desgracia, cubría mi día a día. Sobre el techo de las casas y los edificios de la ciudad, las nubes espesas y cenicientas advertían lo evidente. Llovería a cántaros en el momento menos esperado. De pronto, haciéndome sobresaltar, el cielo fue sacudido con el estrepito de los truenos, lo que me obligó a desviar la vista del cielo hacia mis zapatillas.
Solté una risa disimulada. Me estaba enfocando en asuntos trivialidades cuando estaba metida en un verdadero problema. Miré mi entorno por enésima vez, forzando mi vista a mirar con profundidad las calles, los edificios o cualquier sitio que me sirviera a identificar mi ubicación. Sin embargo, ni mi vista ayudaba ni mis recuerdos eran útiles y mucho menos mi mente, que era peor que la de Dory en "Buscando a Nemo".
Comenzaba a desesperarme. Estaba perdida. Horriblemente desubicada en un espacio al que no recordaba. No sabía dónde dirigir mis pasos para volver a mi cuarto o a casa. No traía teléfono para llamar a mi mamá o a alguno de mis hermanos. No traía mi mochila ni nada que me serviría para retomar el camino correcto. No importaba cuánto mirara mi entorno, nada era conocido ni certero.
Me sentía miserable, con ganas de romper en llanto por ese extraño sentimiento de confusión y descontrol. Ayuda. Ayuda. Ayuda. Caminé sin rumbo alguno hasta que me encontré con una banca de metal de uso público. Aproveché el momento para descansar, para aliviar mi corazón y despejar mi mente del barullo de emociones que me nublaban sin compasión. Me senté y, de inmediato, introduje ambas manos en los bolsillos de mi sudadero. Hacía demasiado frío.
Miré a las personas que circulaban en las calles atosigadas de la ciudad. Si llovía ―y lo haría―, el trafico sería peor y entonces nadie caminaría tan despreocupado ni tranquilo. Ni yo me quedaría tan tranquila bajo la lluvia.
¿Qué debería hacer?
No podía volver a casa ni a mi cuarto.
―¿Cómo pudiste olvidar algo importante, Thomas?
―Calma, calma, aún se puede remediar.
Alcé la vista ante la clara discusión que inició delante de mí. Se trataba de una pareja de hombres, uno estaba malhumorado y el otro parecía divertirse a costa del enojo del otro. Tan pronto advirtieron mi presencia, se disculparon y se marcharon, reanudando su plática interrumpida. Observé sus espaldas hasta que se desvanecieron en el interior de un edificio al otro lado de la calle.
Seguía con la mirada perdida en un punto muerto cuando, en el momento menos esperado, el cielo se quebró en llantos. No lloviznó, solo cayeron enormes gotas gruesas.
Reí despacio.
Al menos el cielo pronto se liberaría de la presión.
De mi lugar no me moví, incluso me acomodé sobre la banca mientras esperaba que las horas transcurrieran. Más de una persona me miró extrañado, se preguntaban qué hacía una chica bajo la lluvia, se preguntarán cualquier cosa en sus cabezas ocupadas. O tal vez no, quizá solo era mi impresión el sentir que el mundo me miraba y me prestaba atención.
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Enredada con el chef
RomanceMargo está rota, siente un vacío enorme en su interior. Thomas es un chef de élite, ¿podrán sus coqueteos y platillos estremecer el frío corazón de Margo? ...
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