PREFACIO

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EL DOLOR siempre lo había rodeado. Tenía una cuota de experiencias cercanas al pesar, de las cuales resultaba imposible recuperarse. Muchas veces solo pensaba en rendirse, pues la vida no parecía llevar consigo ningún sentido. Esa misma vida, que para él era considerada injusta, se había llevado lo que más quería en el mundo. Cada noche, a la hora de dormir, estas escenas de tragedia y melancolía se repetían en su cabeza, alejando el sueño de un golpe abrupto. El insomnio era su compañero de cuarto, la soledad era su amiga durante el día, y la esperanza que solía consolarlo se había tirado del balcón varios años atrás.

Lo que más disfrutaba Gabriel de su rutina diaria, era el entrenamiento con su padre todas las tardes antes de la cena. Así fue como moldeó el cuerpo atlético que ahora tenía. Eso fue mucho antes de que el hombre tuviera una quejosa, larga y dolorosa pelea con el cáncer; misma pelea que perdió, dejando a su hijo sin su entrenador estrella.

Al cerrar sus ojos, solo veía habitaciones de hospital, ese blanco depresivo de las paredes, sentía el frío que erizaba su piel de forma pervertida, y un olor que solo asociaba con muerte y enfermedad. Lamentablemente eran más los malos recuerdos, esos pensamientos que depositaban imágenes de su padre todo flaco y amarillento en sus últimos días de tratamiento.

No tenía escape a su sufrimiento. De hecho, la única sonrisa que tuvo luego de la muerte de su padre, también fue arrebatada, pero esa vez a balazos. La única persona que había logrado borrar parte de ese dolor, terminó dando los últimos suspiros en sus brazos, y con una bala en el pecho. Una chica de la escuela que tenía planes de quedarse en la vida de Gabriel, pero su estancia fue muchísimo más corta de lo que pensó. Fue ahí cuando Gabriel perdió la fe, no solo en la vida, esa vez en la humanidad y en Dios.

Encerrado en su cuarto, y convencido de que las calles de su pueblo no eran seguras tal y como siempre le dijo su abuela, pasó el resto de su adolescencia encerrado en su casa. Solo iba a la escuela por obligación de su madre, como casi todo lo que hacía en el exterior.

- ¿Ya te decidiste por una universidad? - Preguntó su madre mientras doblaba la ropa recién lavada de su hijo, ambos en el cuarto del propio joven.

- Tengo varias ideas... - Respondió algo pensativo. - Creo que estoy a punto de tomar una gran decisión.

- ¡Me alegra mucho! Sabes que te apoyo con eso del atletismo, pero no me parece bien que vivas solo del deporte.

- Papá pensaba muy diferente. - Sonrió Gabriel. El dolor había sido superficialmente superado con el pasar de los años, o al menos eso creía.

- Lo siento. - La madre detuvo lo que hacía, y procedió a sentarse en la cama de su hijo. - Yo también lo extraño. Lo extraño mucho.

Gabriel pasó sus palabras por alto y pensó que ya era hora de soltar la noticia. 

- Lo único que me queda aquí eres tú. ¿Sabes? - Miró a su madre a los ojos mientras hablaba, pues lo que estaba a punto de decir probablemente resultaría doloroso para ella.

- Gracias, hijo. Pero... ¿Por qué lo dices así?

- He conseguido una beca que me ayudará a pagar gran parte de mis estudios. - No despegó la mirada de los ojos de la mujer.

- ¡Muy bien! Eso quiere decir que te decidiste por una universidad al fin. - Expresó muy contenta. - ¿Muy lejos de casa? ¿Necesitarás hospedaje?

- Me temo que sí. - Mantuvo su tono de voz, aunque sentía el taco en la garganta. A esas alturas de su vida, no quería darse el lujo de llorar más. Pensaba que todos en el mundo tenían una cantidad de lágrimas fijas, y él las había agotado todas.

- ¡Ay! - Bajó la mirada. El miedo a la soledad se vio proyectado en su rostro. - Sabía que este momento llegaría, no pensé que fuera tan rápido. ¡Pero me tienes que visitar todos los fines de semana! - Secó esa primera lágrima inevitable.

- No, mamá. Creo que no estás entendiendo.

- ¿Qué tengo que entender? - El tono de la conversación cambió.

- Me voy a Europa, mamá... - Tragó saliva mientras observaba la reacción de su progenitora. - Ya he tomado la decisión. Estoy en los trámites y ya casi tengo todo lo que necesito para que me permitan estar allá. En dos meses me voy de este país, y no quiero saber de él.

Los ojos de la mujer se llenaron de agua lentamente. Esta vez ni siquiera pensó en contener el llanto. Y en el mismo líquido cristalino que cubría sus pupilas, Gabriel pudo ver su reflejo; el reflejo de un joven huyendo de la tragedia, y en busca de una nueva historia.

Fuego ArdienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora