Luna Valente miró la tarta intacta sobre el pedestal, aún tan blanca y rosa como la novia había solicitado. Una tarta que había tenido que transportar hasta un hotel en la costa a treinta kilómetros de su cocina de San Francisco. Todo habría sido perfecto. La tarta, el enclave, los invitados, el novio... que era más que perfecto.Sin embargo, había faltado una persona clave: la novia, que había decidido saltarse el evento. Y sin ella se hacía algo complicado continuar. Luna miró la tarta y se planteó partirse una porción. Había trabajado mucho en ella y no tenía ningún sentido dejar que se
estropeara.Suspiró. La tarta no haría que se disipara el nudo que tenía en el
estómago ni aliviaría la tristeza que sentía. Nada había podido eliminar esa sensación, no desde que el novio, al que acababan de dejar oficialmente plantado, había anunciado el compromiso. Pero irónicamente verlo ahí de pie en el altar no la había hecho sentirse mejor.Porque, ¿cómo iba a hacerlo? No le gustaba ver a Matteo sufriendo. Era su socio, su mejor amigo y, ¡sí!, también era el hombre que la mantenía despierta algunas noches con la clase de fantasías que no se podían revivir a la luz del día. Pero fantasías secretas aparte, no había querido que la boda se viniera abajo o, al menos, no habiendo llegado el día en cuestión.
O tal vez sí que había querido. Tal vez una pequeña parte de ella había esperado que ese fuera el resultado. Quizás por eso había accedido a elaborar la tarta; no había otra razón sensata para el hecho de quedarse ahí viendo cómo Matteo se unía a otra mujer durante el resto de su vida.
Respiró hondo y salió de la cocina para entrar en el inmenso y vacío salón. El corazón le golpeteó con fuerza el pecho cuando vio a Matteo Balsano, magnate del café, genio de los negocios y novio abandonado, de pie junto a la ventana mirando al mar y bañado por el brillo anaranjado del sol que salpicaba el prístino blanco de la camisa de su esmoquin.
Por un momento lo vio distinto, más esbelto y más fuerte de lo
que estaba acostumbrada a verlo. Tenía la corbata echada sobre un hombro y su chaqueta negra formaba un charco junto a sus pies. Estaba apoyado contra la ventana. En cierto modo, por raro que pareciera, no debería extrañarle que después de que lo hubieran dejado plantado en el altar ella ahora lo viera más fuerte de lo habitual.–Ey –le dijo tal vez con un tono demasiado alto.
Él se giró y sus ojos cafés se clavaron en ella y la dejaron sin
respiración por un momento. Sin duda era el hombre más guapo del planeta. Siete años trabajando a su lado a diario deberían haber hecho que ya no le resultara tan impactante y había días en que era capaz de ignorarlo, aunque había otros en los que su presencia la golpeaba con la fuerza de diez toneladas de ladrillos. Hoy era uno de esos días.–¿Qué clase de tarta he comprado, Luna? –le preguntó apartándose de la ventana y metiéndose una mano en el bolsillo.
Ella se obligó a respirar.
–El piso de abajo es de vainilla con relleno de frambuesa por
instrucciones de Hannah. Y hay fondant rosa... que he pintado a
mano, por cierto. Pero la tarta de vainilla del centro está empapada en bourbon y miel. Y no hay ni una sola nuez en toda la tarta porque sé lo que te gusta.–Bien. Que me envuelvan el piso del centro y me lo envíen a casa. Y también pueden mandarle a Hannah el suyo.
–No tienes que hacer eso. Puedes tirarla.
–Es comestible, ¿por qué iba a tirarla?
–Eh... porque era tu tarta de boda, de una boda que no se ha
celebrado, y para la mayoría de la gente eso haría que... una tarta
dejara de ser tan dulce.
