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La primavera llegó con todo su esplendor al Páramo un mes después de la primera visita de Erethor tras el ataque de los trasgos. Y con ella su calidez y el canto prácticamente continuo de los pájaros. Estos revoloteaban incesantes sobre los campos aún sin arar de las tierras de Théodwyn, ignorantes de las dificultades que se respiraban en aquellos lares. También sobre la llanura en la que corrían libres los caballos y pastaban las ovejas, y alrededor de la casa en la que, a pesar de los problemas, la risa estaba siempre presente.
Y tal como había prometido, Erethor de Doriath continuó visitando a aquella familia, satisfaciendo su propia curiosidad a la vez que cumplía los deseos de Éowyn, Éomer y también de Théodwyn, quienes habían hallado en el Capitán de la Guardia de Lothlórien a un inesperado nuevo amigo.
En ocasiones ayudaba a Théodwyn con los caballos; otras jugaba con los niños ante la divertida mirada de la joven rohir y otras, cuando estaban demasiado cansados como para mantener el ritmo impuesto por el elfo en los juegos, les relataba historias de su pueblo y de su pasado, tratando de dejar aparte el dolor que la incesante guerra contra Morgoth y Sauron les había dejado.
Un día, Théodwyn le pidió que les acompañara a la aldea. Erethor se planteó si sería correcto alejarse tanto del bosque. A fin de cuentas, aunque depositara las responsabilidades de su cargo sobre Haldir, él seguía siendo el Capitán y debía responder de inmediato en caso de que el cuerno de Lórien resonara en el Páramo, procedente del bosque.
Pensativo, desvió la mirada del lejano bosque y buscó a Théodwyn. La mujer preparaba la montura del caballo de su hijo, retirando los estribos cuyas correas estaban gastadas y raídas por el paso del tiempo y el uso. Entonces se planteó si era correcto dejarles a su suerte en aquel trayecto que, aunque corto, no estaba exento de peligros. La proximidad de la aldea del Páramo con el bosque de Fangorn facilitaba que alrededor de ésta se avistaran lobos huargo salvajes a menudo. Y desde hacía varios días no había visto por allí ni rastro de los dos centinelas del Fuerte del Páramo con los que la mujer había contado para su defensa. Por lo tanto, si él no iba en calidad de protector, no lo haría nadie.
Y con la mente dividida entre su responsabilidad para con su pueblo y lo que su conciencia le dictaba como correcto en aquel instante, se cruzó de brazos y frunció el ceño, incapaz de decidirse aún. Pero entonces notó un leve tirón de la tela de sus pantalones y al bajar la vista hacia allá vio a la pequeña éowyn, mirándole fijamente con aquellos enormes ojos azules, y con una flor blanca en la mano que parecía haber estado ofreciéndole desde hacía rato.
—Symbelminë.
—¿Cómo dices? —preguntó él, sin entender.
—Esta flor se llama Symbelminë —aclaró ella—. Es para ti —añadió con decisión.
Erethor tomó la pequeña y blanca flor con dedos delicados y la observó. Su tallo frágil se curvó, cediendo a la suave brisa que soplaba, y sus escasos pétalos, delicados y aterciopelados, reflejaron la luz del sol igual que espejos haciendo de su blancura la más pura que Erethor había visto antes en flor alguna.
En la penumbra del bosque el blanco jamás se apreciaba en todo su esplendor.
—No lo es, cielo —Escuchó entonces a Théodwyn, que se acercaba a ellos tras terminar de ajustar la montura de Éomer—. Es imposible que aquí crezcan Symbelminë. Ésto —señaló la flor en la mano de Erethor— es un narciso de jardín, pero se parece un poco a las Symbelminë —otorgó, finalmente. Luego miró al elfo y esbozó aquella sonrisa a la que, por más que la contemplara, él no era capaz de acostumbrarse—. Y bien, mi señor, ¿nos honraréis finalmente con vuestra compañía esta mañana?
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Simbelmynë (El relato de Erethor y Théodwyn - Terminada)
RomanceContra Sauron y junto a los Noldor luchó un elfo Sindar que nació en Doriath el mismo año que Glaurung abandonó Angband y que, durante la primera Edad del Sol, juró lealtad y protección a la Dama Blanca. Esta es la historia de los últimos años de a...