.:: Capítulo 6. Fuego ::.

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El sol se alzaba alto en un cielo límpido, glorioso y de color azul intenso. El aire era fresco y estaba impregnado del aroma a bosque y hierba tierna y jugosa, tan típico después de la lluvia.

La tormenta de la tarde anterior, tan necesaria ya para todos los habitantes del bosque, despertó presencias aletargadas. Y en la linde del bosque de Lórien resonó el eco del canto de los sinsontes, el croar de las ranas en las charcas recién reabastecidas de agua y el zumbido de las afanosas abejas que se apresuraban a recolectar el polen del floreciente manto.

Erethor caminaba entre los últimos árboles que delimitaban la región de Lórien y, a diferencia de las veces anteriores, lo hacía sin prisa, sin presiones. Pasha le seguía al mismo paso tranquilo, sereno, y el sonido de sus cascos era suave. En su lomo portaba un saco que contenía las escasas pertenencias que Erethor había decidido llevar consigo, y se mecía peligrosamente cuando el caballo trotaba para alcanzar a su amo tras detenerse a mordisquear la hierba o a inspeccionar los diferentes olores que la tierra húmeda desprendía.

El elfo inspiró larga y profundamente al alcanzar al fin la llanura a la que se abría la arbórea frondosidad y, sin más, comenzó a caminar por la ruta ya tan conocida. El sendero no era visible para quien no conociera su existencia, pero bordeaba la ladera norte de una de las colinas bajas, y pasaba muy cerca de uno de los afluentes del Limclaro cuyas aguas ese día bajaban más enérgicas que nunca.

Y al son del alegre rugir del transparente arroyo, los pasos de Erethor se acercaron a la casa de piedra gris.

Divisó el prado delimitado por la conocida valla de madera, y también los caballos, yeguas y potros que, sabiamente separados por su dueña, se apacientaban o correteaban en la semilibertad de la extensa planicie. Y Erethor habría pasado desapercibido para ellos de no haber sido por el elocuente relincho de Pasha que saludó a sus antiguos compañeros mientras caminaba tranquilo tras su amo.

Gi nathlam hí nácë, Pasha.

El caballo resopló y Erethor rió. Por lo visto él no era el único feliz de estar allá.

Se detuvo, y tras él lo hizo Pasha. Erethor le despojó del macuto que portaba y se lo colgó del hombro. Luego le dio una palmada en la grupa y el animal trotó hasta la valla junto a la que ya le esperaban sus cuadrúpedos amigos, y el elfo apartó el listón que cerraba el cerco para permitirle la entrada.

No vëren! —le dijo sonriente, antes de colocar el travesaño en su lugar.

Hecho esto reanudó su camino hacia la parte frontal de la casa. Pero mientras aún caminaba junto al lateral de ésta, se detuvo. Théodwyn estaba en el campo más cercano al murete, el que había entre la orilla del Limclaro y la casa, y guiaba con afán a un caballo gigantesco que arrastraba un arado sobre el suelo duro y algo pedregoso. Tras ellos caminaba Éowyn, al parecer recogiendo aquellas piedras que el arado desenterraba y que le parecían más hermosas.

Erethor alzó las cejas. No sabía cuál era el motivo que merecía más sorpresa por su parte, si ver a Théodwyn arando ella misma su campo, o verla en posesión de aquel nuevo animal en apariencia imposible de dominar por su tamaño y fuerza.

Sonrió silenciosamente, soltó el macuto junto a la pared de piedra, apoyó en ésta su carcaj y su arco y caminó con sigilo hasta el murete, procurando no ser visto por ellas. Allí tomó asiento de forma relajada, y su presencia quedó oculta a ojos de las féminas gracias a las ramas de uno de los manzanos del patio.

Por un lado se sentía culpable por espiarla, como si fuera una acción deshonesta. Al parecer, Erethor estaba obedeciendo instintos hasta entonces incomprensibles para él; pero, pese a la culpabilidad, se sentía extrañamente complacido al mirarla a escondidas.

Simbelmynë (El relato de Erethor y Théodwyn - Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora