.:: Capítulo 7. Memorias (Parte I) ::.

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La presencia perpetua de Erethor en el Páramo inyectó un extra de positivismo y energía en Théodwyn. La siembra de los campos aledaños a la casa de piedra continuó, ahora con la ayuda inestimable del elfo, que trabajaba de forma incansable y hacía gala de una fuerza portentosa. Incluso el clima fue benévolo y las lluvias primaverales que el cielo descargó sobre los campos de Théodwyn beneficiaron la germinación de los primeros brotes.

Erethor insistió tanto en que la mujer descargara sobre él parte de sus responsabilidades que Théodwyn terminó accediendo y de ese modo pudo volver a dedicarles tiempo a diario a sus hijos. Éomer pasaba una hora diaria leyendo en voz alta o practicando cuentas en compañía de su hermana y ante la atenta supervisión de su madre, y Éowyn recuperó la compañía de Théodwyn en sus juegos.

Erethor atraía la paz a aquella casa. El sosiego que Théodwyn había definido en su presencia se expandía cada día más allá, y ya no sólo lo percibía ella, los niños eran tremendamente felices teniéndole.

Durante los días que siguieron a su llegada, Erethor comenzó a adiestrar a Éomer en el uso del arco. El suyo era demasiado grande para que el niño lo usara para aprender, de modo que fabricó uno expresamente para él, más corto y flexible, y también flechas. El elfo era un maestro paciente pero exigente, y la habilidad de Éomer se vio pronto aumentada gracias a la atención exclusiva que Erethor le dedicaba.

Con Éowyn, sin embargo, todo era más relajado. Recolectaba cerezas de los árboles del patio encaramada a los hombros del elfo; iba de pesca con él y Éomer, y aguardaba pacientemente a que las truchas picaran; o le acompañaba a lomos de Pasha cuando Erethor se desplazaba hasta los extremos de los campos para vigilar el proceso de germinación. Absolutamente todo cuanto la pequeña vivía junto a Erethor era un juego.

Y con el paso de los días y las semanas, él descubrió que también disfrutaba enormemente del tiempo que pasaba junto a ambos.

Erethor se sentía útil, querido de un modo distinto a como se había sentido en la colonia. Entre los suyos, él era una pieza clave, alguien con conocimiento y experiencia suficientes como para garantizar la seguridad de Caras Galadhon. Y por ello era respetado. Sin embargo, aquella labor suya podía ser perfectamente desarrollada por otro elfo con igual experiencia y capacidad de sacrificio, como Haldir, o el joven Voron que tantos méritos comenzaba a lograr ya.

Pero en el Páramo se sentía indispensable, insustituíble. Para Éomer no podía existir un mejor maestro que él en las artes de la guerra, ni un mejor compañero de juegos y narrador de historias para Éowyn.

Y para Théodwyn...

Erethor la veía salir cada noche al patio, una vez que los niños ya dormían. El incombustible elfo montaba guardia a diario en lo alto de la abandonada torre vigía, junto a las ruinas del edificio del granero; entonces la veía sentarse en el murete para disfrutar de la fresca brisa nocturna. Y siempre le saludaba, y él le devolvía el saludo.

Luego, más tarde, se retiraba al interior de la casa y emergía poco después con un refrigerio que le llevaba hasta la misma torre. Y él descendía sonriente para aceptar el detalle de sus manos, que podía consistir en un té con dulces, un pedazo de bizcocho o incluso una pinta de cerveza. Y tras intercambiar algunas palabras y sonrisas tímidas, la joven se retiraba a su descanso diario con la tranquilidad de saberle a él al cargo de la seguridad de los suyos.

Erethor sentía así que sus esfuerzos daban sus frutos, que su afán por participar y estar presente en aquella vida sencilla de hombres mortales le estaban recompensando con algo más, ya que algo en la mirada de la joven estaba cambiando.

Simbelmynë (El relato de Erethor y Théodwyn - Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora