.:: Capítulo 11. Orgullo ::.

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—Con más cuidado... Con cuidado... ¡Cuidado, Erethor! ¡No con tanta violencia, por favor! ¡Éomer!

Ni uno, ni otro escuchaban los ruegos de Théodwyn que, preocupada, observaba el desarrollo de la práctica de esgrima que el elfo impartía al pequeño rohir, al parecer, sin asomo de piedad o de intención de retenerse. Erethor, incluso, empuñaba una de sus dos dagas en aquel entrenamiento. Y pese a que no la usaba para urdir ataque alguno que pusiera en peligro al niño, detenía cada golpe que el pequeño le dirigía con el filo de aquella arma.

Entretanto, Érewyn se aferraba al pecho de su madre y saciaba su hambre, totalmente ajena al barullo que su padre y su hermano tenían montado en el patio.

Se encaramaban al murete, saltaban al esquivar estocadas y volvían a encararse sin dar muestras ni uno, ni otro, de querer detenerse. Pero en los rostros podía apreciarse quién de los dos llevaba la ventaja.

Erethor se mantenía impasible y con una expresión de seguridad perenne mientras vigilaba cada movimiento que hacía el chico, aconsejándole y corrigiendo instantáneamente su postura, el ángulo de su brazo o incluso el orden de sus pasos mientras luchaba contra él.

Y los aceros se cruzaban como en un duelo a muerte.

A causa de ello, Théodwyn había prohibido a Éowyn acercarse a ellos. Éomer se tomaba su entrenamiento tan en serio que temía que pudiera sacarle un ojo a su hermana por accidente, como mínimo.

En la frente del niño se había formado un profundo pliegue, y el muchacho tenía el rostro congestionado por el esfuerzo. Le irritaba sobremanera no haber podido romper la guardia de Erethor ni una sola vez, y se puso aún más furioso cuando vio al elfo sonreír.

—¡Toma ésta! —gritó entre dientes—. Y esta... Y esta...

Erethor esquivó sin complicaciones las dos primeras estocadas. Y en la tercera, en lugar de retroceder, avanzó. Detuvo la espada de Éomer y con una ágil y enérgica floritura, la mandó volando siete metros a través del patio, afortunadamente en dirección contraria a donde se hallaban las mujeres.

Sin aliento, y abochornado, Éomer se lanzó de inmediato a recuperar su arma. Pero Erethor fue más rápido. Adelantándose al pequeño valiente, el elfo tomó la espada y, con una reverencia, se la ofreció. Mas alzó el brazo en un gesto autoritario cuando lo vio dispuesto a continuar.

—Suficiente —ordenó—. Descansa ahora. No sirve de nada entrenarse cuando los sentidos están embotados. Nada se aprende y muchas posibilidades hay de perder una oreja o una mano.

En la funda plateada que pendía de su cinturón envainó la daga de empuñadura labrada y piedras preciosas incrustadas en la guarda, y ofreció un odre de agua al niño.

—Lo has hecho muy bien, Éomer —le felicitó Théodwyn—. Pero creo que tu impulsividad te bloquea, hijo.

—Tu madre tiene un buen ojo —admitió el elfo.

Mientras el niño saciaba su sed, él se acercó a la joven rohir y besó su frente. Luego se inclinó hacia la bebé que, al verle con aquellos enormes y almendrados ojos, se separó del pecho de su madre y le dirigió una carcajada preciosa a la que Erethor respondió con una amplia sonrisa. Su pequeña había heredado el mismo tono verde de sus ojos, y unas espesas pestañas los enmarcaban.

El mes de abril les había traído, por fin, las tan ansiadas temperaturas primaverales. Y gracias a eso, las sesiones de entrenamiento de Éomer se alargaron hasta el punto de concluir por su cansancio y no por el helor en las manos y pies del niño.

Simbelmynë (El relato de Erethor y Théodwyn - Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora