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Nos acercábamos a la isla Dama. El olor a mar se respiraba en el aire frío, el motor de la lancha, que rugía con furia, nos indicaba que íbamos a gran velocidad y las olas que se estrellaban en el frontis me salpicaban agua salada en las mejillas. El cielo era gris, la isla de un color oscuro al divisarla entre la neblina. A los pies de las rocosas montañas negras como el carbón y rodeada por un enorme bosque logré divisar Norwick Hill.

El embarcadero se encontraba lleno de botes viejos, gaviotas dando vueltas en el cielo, rocas donde las olas rompían y un insoportable olor a putrefacción que se adentró en mis fosas nasales causando mi rechazo inmediato. Gastón, el dueño de la lancha, se echó a reír cuando me vio hacer arcadas. Luego, como haciendo burla de mi poco acostumbrado sistema, levantó su perfil al cielo para aspirar con magnificencia la naturaleza pútrida de la brisa marina.

—Allí está —dijo al abrir los ojos—: El puerto de Norwick Hill.

Pisar la madera húmeda del muelle no me tranquilizó, estaba tan húmeda y frágil que temía poner un pie con firmeza mientras papá recogía nuestras cosas. Subí la escalera sin despedidas o agradecimientos, quería cumplir con la idea que se había cruzado vaga por mi cabeza. Saqué mi cámara y grabé desde el final del muelle hacia su entrada, donde un enorme cartel verde olivo llevaba escrito «Bienvenidos a Norwick Hill» en cursiva. Me pareció curioso que la cordialidad de la palabra quedara opacada a causa del óxido provocado por la humedad y las heces de gaviotas.

Terminé con una escuálida toma interrumpida por un cretino cruzándose. Me molesté entonces, pero culparlo del todo no era razonable, el puerto de Norwick Hill aquel día estaba concurrido, lleno de una extraña vibra que estremeció mi pecho. «Casa», escuché decir a la voz de mamá que permanecía como recuerdo en mi cabeza. Ella adoraba Norwick Hill. Yo no tanto.

—Sé cautelosa con lo que grabas —advirtió papá, apenas sosteniendo las maletas.

Guardé la cámara en mi mochila y acomodé mis cosas para ayudarle fundida en mi propio disgusto y amasando las palabras venenosas que tenía para decir. El silencio hirvió en tensión cuando la mirada cansada de mi padre se sostuvo en mí. Era hora del discurso de buen comportamiento.

—Cambia la cara —dijo en un tono que no logré entender si era autoritario o sugerente—. Yo sé que no tienes buenos recuerdos, pero estamos aquí porque tu amiga está desaparecida.

—Examiga —corregí, dejando que mi veneno saliera sin vacilación ni medida—. Y ella no está desaparecida, se fugó. Estoy segura de eso.

—Es importante brindar nuestra ayuda, se lo debemos a Jean-Luc —continuó papá, haciendo caso omiso a mi corrección—. Sabes que él estuvo siempre dispuesto a colaborar con los tratamientos de tu madre. Si no quieres hacerlo por ella, hazlo por él.

Las cejas de papá se arquearon y sus líneas de expresión se hicieron visibles. Lucía cansado, pero sonrió de manera forzada a la espera de mi respuesta asertiva.

Dejé escapar el aire entre mis dientes en lo que parecía una risa torpe.

—Tienes un pésimo don de convencimiento, papá. No, pésimo es decir poco, horrendo será.

—Ajá, pero aquí estás: en Norwick Hill —canturrea victorioso.

—Lamentablemente, sí.

Emprendimos la caminata por el puerto hacia su entrada. El estacionamiento fue lo primero que vi antes de admirar la grande avenida; luego, el auto clásico del padre de Skyler y la figura alta y maciza del sujeto que nos recibió. En un gesto involuntario ralenticé el paso fingiendo un interés inexistente en la calle. Papá, por el contrario, se apresuró en socorrer a su viejo amigo en un abrazo.

Cuando Norwick Hill vistió de rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora