XV

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Olí el sutil olor a alcohol del marcador negro, el cual permaneció en mi nariz durante unos segundos. Deslicé mis dedos y los acomodé para escribir sobre mi libreta, en la hoja continua a todos los garabatos y anotaciones rápidas que hice sobre Skyler. Mi caligrafía era un desastre, un horror vomitivo sobre pálidas hojas, por eso, al dibujar el extraño símbolo de las paredes del orfanato, no conseguí hacerlo como mis vívidas imágenes lo grabaron. Emití un gruñido, taché el símbolo y lo intenté otra vez. El dibujo nuevo casi era idéntico, con el círculo, los tres picos que salen de su parte superior, las dos líneas cortas abajo y los dos puntos. Aunque todavía me acomplejaba la idea de que lo había trazado con fatalidad.

Alguien golpeó la puerta y abrió. Con rapidez, guardé la libreta y el marcador en mi mochila. Papá se asomó por la puerta; pese a enseñar la mitad de su rostro, pude notar en su ceja arqueada que mis sospechosos movimientos lo sorprendieron.

—¿Vas saliendo? —Al preguntar, entró dejando la puerta junta. Por alguna razón aparente, tenerlo en la habitación me puso inquieta.

—Ah... Sí, quiero ir a ver unas... cosas.

Sin emitir ruido más allá que el de su peso comprimiendo los resortes de la cama al sentarse, papá permaneció bastante tiempo —o así lo sentí— mirándome. Le regresé el contacto visual en conjunto a una sonrisa que quería decirle a gritos que todo estaba bien, que se podía marchar ya. Una guerra chispeante, de esas en las que se intenta saber qué piensa el otro, surgió de pronto. Fui la primera en bajar la mirada hacia mi mochila para cerrarla con torpeza, delatando la incomodidad frente a mi padre que tan bien conocía mis movimientos y estados.

Bueno, algunos.

Sí; algunos.

—¿Qué ocurre, Harrell?

Su pregunta ya la esperaba. Él no iba aguardar tanto tiempo sin emitirla. Sabía perfectamente que si papá entra a mi habitación, se sentaba sobre mi cama y guardaba silencio durante tortuosos segundos, era porque quería empezar una charla padre e hija. La mayoría del tiempo solía ser abierta con él, le contaba muchas cosas. A veces, sin embargo, le decía cosas que él quería escuchar. Como ese día en casa de Skyler no me encontraba de buen humor, me fui por lo fácil.

—Nada.

—Nada, ja. —Más «ja» fueron emitidos, cortos y secos, desde su boca, enseñando en su inclinación algunas muelas tapadas. Volvió a mirarme y acomodó mi cabello en gesto paternal—. A tu madre le encantaba esa palabra: Nada. Siempre que le preguntaba cómo estaba, qué ocurría, qué sentía, me respondía con un seco «nada». Odié esa palabra durante un tiempo, no entendía sus motivos ni por qué la usaba como respuesta. Un día comprendí que respondía con esa palabra para protegernos, mentía porque sabía que todo andaba mal. Y ahora la usas tú. Anda, dime qué ocurre, decir «nada» no es una respuesta.

Aparté su mano que buscaba una de mis mejillas para pellizcarla y me coloqué de pie para colgarme la mochila al hombro.

—Estoy cansada. Desde que llegué aquí estoy así, no he dormido bien.

—Sí, lo puedo ver en tu cara. Esas ojeras dicen mucho, señorita. —Ambos reímos—. Pero también noto que algo más pasa. ¿Es por lo de la iglesia? ¿Se trata de Skyler? —Mi sonrisa se esfumó. Sentí la cara estirada, la mandíbula tensa—. ¿Sabes algo, Harrell?

Tragué saliva de golpe y mi garganta emitió un alarmante sonido.

Maldición.

—Si supiese algo ya te habrías enterado —respondí con mucha seriedad, hablando directamente a sus ojos.

Cuando Norwick Hill vistió de rojoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora