Capítulo 9

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Por el hecho de haber salido por una puerta y luego por otra, no significaba que Terry había dejado la casa. No. Su seria molestia lo hubo dirigido hasta el tercer puente de la impresionante alberca.

Desde ahí él veía las levemente hondeadas aguas que el viento con su soplar producía. También el azulejo veneciano que iba con el color de sus ojos: zafiros. Esos que destellaban furia; y que increíblemente dos mujeres hubieron conseguido.

Por supuesto ¡no! el concederles su capricho. Pero antes de estallar embravecido, el guapo hombre comenzó a quitarse playera, bermudas y sandalias. Y en simples bóxer de licra, en clavado se tiró al agua. Ahí dentro nadaría —yendo y viniendo de norte a sur y sin parar—, por lo menos veinte minutos; tiempo suficiente para calmarse y entonces sí... ir a hablar civilizadamente.

Quien también quería hacerlo, era Candy. Ésta, consiguientemente de haberlo visto salir y detrás de él a Sandra, se enfocó en Albert, el cual intrigado por lo escuchado, oyó de su abuela y de la misma chica lo que habían fraguado.

Obviamente el hermano gemelo de Terry, aunque no negó su gusto, lo conocía bastante bien. Lo que no era el repentino interés de ella por aquél.

— Es que no sabes, hijo, que Candy es la joven que tu hermano te había recomendado.

— ¿Es eso cierto? — el rubio quiso saberlo.

— Sí — contestó una apenada chica. — Yo lo conocí días atrás; y él... prometió ayudarme, pero... luego suscitó lo de su esposa y...

— Entiendo — dijo el hombre. Y la joven...

— Si no les molesta, me gustaría ir a buscarlo —, al saber la locación de la pizzería, — para ir a hablar con él.

— Sí, pero no le cuentes nada — sugirió la abuela; — sólo insiste en que estás interesada en él.

Luego de proporcionar un asentamiento de cabeza, Candy salió de la pieza matriarcal para descender por las escaleras en dirección al estacionamiento, pero al toparse en el camino con otra empleada de servicio a ella le cuestionaría sobre el paradero de Terry.

— Caminó hacia el jardín — hubo sido la indicación; y hacia ello la jovencita se desvió.

Estando allá, ella comenzó a buscarlo por los alrededores. Después arribó a la palapa y también la recorrió; empero por el movimiento del agua en la parte baja de la piscina, hacia la de mayor profundidad Candy se encaminó.

A diez metros alejado de la orilla, Terry flotaba boca arriba, en cristo y con los ojos cerrados. Donde apuntaban sus pies, Candy fue a pararse. Mirarlo, aunque no quisiera por verlo "en paños menores", debía; y hablarle ni se dijera, además le estaba martirizando la idea de saber lo que él estuviera pensando de ella por haberle besado a la fuerza, pero sobretodo darse cuenta que el pizzero... no quiso corresponder de igual modo a su caricia, así que...

— ¿Podemos... hablar?

La voz poco audible y tímida de ella, consiguió que él moviera los ojos; abrirlos no podía por tener de frente los rayos del sol. Entonces el cuerpo masculino dejó su posición para nadar hacia la orilla. ¿Cuál? Exactamente donde estaba ella, la cual lo vería, una vez tocado el borde, sostenerse de ello, echar la cabeza hacia atrás, peinarse el cabello con la misma agua y luego salir habilidosamente para plantarse en jarras frente a la joven; mujercita que sería vilmente traicionada por la lujuria escondida en su ser y que la haría analizar morbosamente la perfección de la estructura del humano vecino, principalmente ¡aquello! que lo hacía hombre; y que por estar mirándolo ¡tan! fijamente se le diría:

— Si quieres hablar, hagámoslo directo a los ojos.

Decir que ¡Jesús, María y José! volvió a brotar de la boca de la chica al haber sido atrapada en su lasciva actitud, pero también las manos se las llevó al pecho para darse golpecitos por lo pecaminoso de su comportamiento ¿y su aferramiento a sí casarse con él a como diera lugar?

¡Al fin libre! y te encontréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora