14: Interludio 2: Una casa a salvo de demonios

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Más allá de los arces que crecían en los bosques de Luddock, donde el alba y el ocaso todavía son visibles y no son tapados por construcciones de cemento,  se erigía una pequeña casa de techo de pizarra y paredes de piedra. Nada demasiado ostentoso, aunque su dueño tenía suficiente dinero para rendir el pueblo a sus pies con un solo chasquido de dedos.

Ese refugio en medio del bosque podría haber sido objeto de habladurías en la ciudad pero su dueño se había protegido bien de las miradas curiosas. La casa estaba en medio de la nada, rodeada de los últimos arces de Luddock y muy lejos de las carreteras y de los caminos de los turistas. Su protección era mayor, gracias a las leyes innaturales de los hombres: Propiedad Privada. Esas dos simples palabras pintadas en un desvencijado cartel sobre una valla de hierro habían disuadido a muchos mirones. Y los mirones que se habían atrevido a entrar en sus tierras no habían encontrado nada de interés. Para el hombre, habría sido fácil hacer que desaparecieran pero no quería que nadie hablara de este lugar. Era preferible que pensaran en sus terrenos como algo inservible y que a nadie podía interesar.

De vez en cuando, algún abogado listillo o algún constructor intentaba contactar con él, pero había olvidado más cosas de las que esos picapleitos y aprovechados habrían aprendido jamás.

Los hombres que pisaban su camino particular, acarreando una carretilla con una carga muy especial, habían aparcado su vehículo a tres kilómetros del cartel que señalaba su propiedad. Luego habían tenido que caminar durante diez kilómetros más de intrincado laberinto natural, siguiendo unas instrucciones arcaicas en papel hasta encontrar su hogar. Al dueño no le importaba que estuvieran cansados. Les pagaba bien por ello. Y si algo salía mal, no quería que nadie le relacionara con aquel secuestro (préstamo temporal lo llamaba él)

Doyle empujaba la carretilla, mirando a izquierda y derecha, temeroso de que alguien los viera. Su benefactor, ya les había informado que nadie podría verlos pero aún así no lograba quitarse la sensación de que en cualquier momento docenas de agentes armados les apuntarían con las pistolas y les dirían:

 – ¡Están detenidos!

Sus pies crujían sobre la hojarasca y aunque sus nuevos compañeros, habían vigilado durante todo el camino y ocultaban unos revólveres enormes bajo sus camisas, se sentía intranquilo.  Él no formaba parte de ese extraño plan y tan sólo quería largarse cuanto antes de allí. Sus dos compinches, en cambio, parecían extasiados con la idea de poder entrar en esa estúpida casa vieja. Por como hablaban parecían miembros de una secta pero no quiso inmiscuirse demasiado. Le habían pagado bien y pensaba cumplir su trabajo. Tan sólo tenía la sensación de que se tomaban demasiados riesgos para secuestrar a un don nadie en coma que se cagaba encima. Sería una forma estúpida de acabar en la cárcel, tras haber salido impune de media docena de atracos y de cuatro asesinatos.

La carretilla se detuvo de repente, y se dio cuenta que una de las ruedas traseras se había quedado encajada en una piedra del camino. Intentó sacarla a la fuerza, pero al levantar el artefacto, el tipo que llevaba en la carretilla, estuvo a punto de caerse al suelo y darse un buen morrazo. No creía que el hijo de puta sintiera nada, pero sus compañeros habían enfatizado mucho en la idea de que no sufriera ningún daño y no pensaba contrariar a dos tipos potencialmente peligrosos.

– ¡Eh! ¡Echadme un cable!

Doyle agitó la mano libre para que los otros dos le hicieran caso. Cada uno caminaba al lado de la carretilla y se habían pasado de largo mientras Doyle se había quedado encallado. Uno de ellos, el que tenía el pelo largo y naranja como una zanahoria, se dio media vuelta y sus ojos se abrieron con terror al ver como su carga estaba a punto de caer al suelo. Tocó ligeramente el hombro de su compañero, un tipo grueso con nariz porcina y que tenía el poco pelo que le quedaba peinado con cortinilla, y dirigió una mirada de odio a Doyle.

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