Capítulo 3

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Estaba sentado en un prado verde. No sabía cómo había llegado ahí, pero sí sabía que no se quería ir. Era un momento cercano a la puesta de sol, y el cielo estaba teñido de rojo. Sin duda un espectáculo maravilloso. 

Se tumbó en la hierba húmeda y cerró los ojos. Aquel lugar le transmitía calma, serenidad. Acarició, todavía con los ojos cerrados, unas flores que había a su lado. Si abrir los ojos ya sabía qué flores eran: lirios rojos. Nunca había visto un lirio antes, pero algo dentro de él le decía que aquellas flores pertenecían a esa especie. 

La tensión acumulada a lo largo del día fue abandonando su cuerpo, acompañando a una bandada de cuervos que se alejaban hacia unos prados de hierba seca donde una figura vestida de negro se encontraba. Pero él no vio a la figura, ni se dio cuenta de que los pájaros caían en picado sobre ella. Estaba muy ocupado pensando en otra figura, más pequeña que la de su sueño, vestida con el uniforme del colegio. Y, de pronto, una suave melodía empezó a sonar. La melodía que se instalaría en su cabeza para siempre, acompañada de su imagen. 



Estaba tomando chocolate caliente frente a una chimenea. Llevaba un jersey de color rojo fuego, el cual, contra toda previsión, quedaba muy bien con su pelo. Bebió un poco del chocolate y se quedó mirando el espeso manjar. En él le pareció ver una cara conocida, una de hombre. No era la de su padre, ni mucho menos la de Severus. No se distinguían bien los rasgos faciales de la persona, pero sabía que era atractiva. Tenía un algo que le hacía querer saber más y más acerca de él. Dejó la taza en la pequeña mesilla que tenía delante de ella. Se recostó en el sofá, se tapó con una fina manta blanca y dorada y cerró los ojos. A través de sus párpados le pareció distinguir una sombra que desapareció al mismo tiempo que la luz de la chimenea se extinguía, probablemente apagada por el dueño de la sombra. No llegó a verle, pero sabía que era el mismo cuyo rostro había visto en el chocolate, y pensaba averiguar quién era esa misteriosa persona. 

Por desgracia, al igual que su compañero, olvidaría su sueño a la mañana siguiente.



Su sueño era, posiblemente, el más fácil de analizar y, a la vez, el más difícil de alcanzar. Él sólo soñaba con la luna llena. La veía, allí, en el cielo. Reluciente y misteriosa. No sentía el dolor que solía acompañar a esa visión. No sentía que se hubiese transformado. Era un humano normal, mirando a la luna que refulgía en el cielo nocturno, acompañada de las estrellas. 

Era preciosa. Una joya hecha de plata que, por culpa de una injusticia, no se podía permitir. 

Y lloró, lloró porque sabía que jamás podría estar así más que en sueños o en imágenes. Porque sabía que no podía culpar a su padre y que culpar a Greyback no le iba a dar lo que ansiaba. 

Ansiaba ser como los demás, no ser más un monstruo. Y por mucho que Dumbledore y su padre y su madre se lo repitieran, él no era normal. Él era excepcional, aunque no lo quisiera ver así.

Jily, Años de ConquistaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora