>
En un mundo donde la monarquía es la ley, Atalía tendrá que sobrevivir. Su pueblo y gente han sido asesinados por las garras de la corona.
Por una decisión de vida o muerte se ve huyendo hacia Surex donde tendrá cobijo. Pero, ¿Por qué ir a Surex...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Etrana fue mi tierra desde que nací. Las leyendas contaban que el río que pasaba por el valle, era de aguas curanderas y que los frutos de sus árboles podían alimentar un ejército entero. También contaban que nuestros ancestros vivían en su naturaleza, lo que le daba las cualidades mágicas para cuidarla a ella y a su gente de todo mal. A diferencia de los pueblos de todo Libennium, Etrana nunca sufrió una sequía o su pueblo padecido hambre. Su ejército, Los Caballeros de la Noche, era el ejército más antiguo de todo el país y nunca había habido una derrota registrada en su contra. Yo era parte de los Caballeros de la noche, era su única integrante mujer y era por eso que me llamaban La Dama de la noche. Mi padre era el líder del ejército y mis siete hermanos, integrantes de él, como yo. Toda mi vida había creído las leyendas, había creído que nuestros ancestros nos cuidaban y que la magia de la naturaleza era real. Pero todo cambió de repente, todas las leyendas de Etrana eran falsas y lo descubrí hoy.
Me senté en el suelo. Me concentré en las cosquillas que la suave hierba me hacía al rozar mis dedos, en la brisa del norte que me refrescaba al acariciar mi rostro y en el sol de primavera que besaba mi piel con sus cálidos rayos. Por un momento todo se había paralizado, por un momento no pensé en nada. No pensé en mis hermanos, no pensé en mi padre, ni en mi pueblo o en que les habíamos fallado. Una calma desesperante inundó mi ser por la incredulidad que me arropababa. Imaginé que lo que había sucedido en las pasadas horas no era verdad. Imaginé que mis hermanos seguían aquí conmigo, que mi padre nos diría que habíamos ganado ésta batalla y que luego habría un gran festín en donde se mataría un becerro gordo, se escucharía música y los niños bailarían al rededor del fuego.
Traté de aferrarme a la mínima posibilidad de que los cuerpos ensangrentados que me rodeaban no eran etreanos. Cerré mis ojos tratando de creer que mi padre no yacía en el suelo mutilado o en que seis de mis hermanos no estaban muertos. Traté de espantar de mi nariz el olor a ceniza de las casas quemadas, pero lo que sentí, era como si el mismo fuego quemara mi interior. Mi corazón martillaba en mi pecho y sentía que era posible que en cualquier momento se me rompería. No podía pensar con claridad y cada respiración era un martirio.
El rey Elden había ordenado todo esto. Por años él y su ejército, los Centinelas, habían intentado destruirnos. Destruir nuestro ejército, conquistar nuestras tierras, nuestros animales y tomar nuestro oro. No habían logrado nada con nosotros, hasta hoy. Nos alertaron de una batalla en el lago Egon y cuando regresamos a Etrana estaba destruida con un gran ejército de Centinelas esperando por nosotros. Fue un largo viaje y todos estábamos cansados y nos sorprendieron. Ahora nos habían quitado todo: nuestras mujeres y niños fueron llevados para trabajar como esclavos en Nórtica y nuestros hombres asesinados en la lucha contra la monarquía.
Con mis temblorosas manos intenté ahogar los fuertes sollozos que quebrantaban mi garganta e intenté secar las lágrimas de dolor que quemaban mi rostro. Abrí los ojos con la esperanza de que hubiera sido solo una pesadilla y con la vista empañada distinguí otro caballo de los Centinelas descender a lo lejos por la colina; me confirmó que esto no era un sueño, era real. Tragué mi dolor y vacilante, me puse de pie. Mi espalda crujió en queja y se me escapó un jadeo por el esfuerzo. Hice una mueca de dolor por el ardor de mi antebrazo causado por una herida que me hicieron. Como pude, me acomodé la malla, desenfundé una de mis espadas y busqué un escudo; estaba muy cansada y un poco de protección no venía mal.