Capítulo 6

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El sol ya había recorrido un buen trecho en el cielo cundo los cascos de los caballos repicaron en el suelo de marmóreo del patio del palacio de Randa. Blancos muros rodeaban por completo el castillo, contrastando vivamente con el color verde del suelo, y a todo lo largo de su parte superior, había galerías para que los cortesanos pudieran asomarse cuando iban de un sector a otro del palacio y admiraran los jardines, adornados con plantas trepadoras y rosados árboles en flor.

En el centro del jardín se había erigido una estatua del rey; un chorro de agua le brotaba de una mano —extendida—, mientras que con la otra sostenía una antorcha. Era un jardín bonito si uno no paraba en la estatua; y el patio también lo era, aunque en él no se disfrutaba de tranquilidad ni de intimidad debido a toda aquella gente de la corte deambulando por las galerías.

Aquél no era el único patio del castillo, pero sí el más grande, y por donde entraban los residentes en el castillo o las visitas importantes. El suelo se mantenía tan brillante que Katsa se veía a sí misma y a su caballo reflejados en él, y los muros de piedra —de un blanco rutilante— eran tan altos que la joven tuvo que echar la cabeza hacia atrás para distinguir la cúspide de las torres albarranas. Era imponente, impresionante; como le gustaba a Randa.

El ruido de los cascos de los caballos y los relinchos atrajeron a la gente a las galerías para ver quién había llegado. Un mayordomo del rey salió a recibirlos, y un instante después Raffin llegaba corriendo al patio.

—¡Por fin estáis aquí!

Katsa le sonrió. Después lo observó con más detenimiento, se puso de puntillas —era muy alto—, y le agarró un mechón de cabellos.

—Raff, ¿qué te has hecho? Tienes el pelo complemente azul.

—He estado haciendo pruebas con un remedio nuevo para los dolores de cabeza; se ha de aplicar en el cuero cabelludo y dar un masaje. Y como ayer me pareció que se me avecinaba una migraña, lo probé. Por lo visto tiñe de azul el cabello rubio.

—¿Y se te curó la migraña? —inquirió Katsa sonriendo de nuevo.

—Bueno, si de verdad me iba a acosar el supuesto dolor de cabeza, sí me lo curó, pero lo cierto es que no estoy convencido de que fuera a padecer tal migraña. Pero oye, ¿te duele a ti la cabeza? —preguntó, esperanzado—. Tienes el cabello tan oscuro que no se te pondría azul.

—No, no me duele; nunca tengo dolor de cabeza. ¿Y qué opina el rey de tu pelo?

Raffin esbozó una sonrisa desdeñosa y afirmó:

—No me dirige la palabra. Dice que es un comportamiento espantoso en un príncipe, y hasta que no recupere el tono normal de mi cabello, no me considera hijo suyo.

Oll y Giddon saludaron a Raffin y entregaron las riendas de sus monturas a un mozo de cuadra. Dejando solos a Katsa y a su primo en el patio, siguieron al mayordomo y entraron en el castillo. Los dos jóvenes estaban cerca del jardín y de la cantarina fuente de la estatua de Randa. Fingiendo estar concentrada en manejar las correas que ataban las alforjas al caballo, Katsa bajó la voz y preguntó:

—¿Alguna novedad?

—No se ha despertado; ni una sola vez.

La joven se decepcionó, pero inquirió todavía en voz baja:

—¿Sabes algo de un lenita joven, un noble con el don de la lucha?

—Lo has visto al entrar en el patio, ¿verdad? —La pregunta le sorprendió tanto que alzó la vista de las correas—. Ha estado merodeando por aquí. A ése no es fácil mirarle a los ojos, ¿no es cierto? Es hijo del rey lenita.

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