Capítulo 22

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Los árboles se replegaron súbitamente y las montañas surgieron ante ellos de golpe; y con las montañas, la población en la que dejarían los caballos. En aquel lugar los edificios eran de piedra o construidos con la dura madera emeridia, pero fue el telón de fondo de la villa lo que dejó a Katsa sin aliento. Conocía las colinas de Elestia, pero nunca había visto montañas ni contemplado árboles plateados que ascendían hacia el cielo —rectos como flechas—, ni rocas nevadas que llegaban aún más arriba formando picos increíblemente altos que brillaban con tonos dorados bajo el sol.

—Me recuerda mi país —comentó Po.

—¿Lenidia es así?

—Algunas zonas sí lo son. El burgo de mi padre se encuentra cerca de montañas como éstas.

—Bien, pues, a mí no me recuerda nada, porque nunca había visto nada parecido. Casi no puedo creer que esté viéndolo ahora.

Esa noche no hubo campamento ni caza. Les preparó la cena y se la sirvió la rústica pero amistosa mujer del posadero, a la que no parecían preocuparle los ojos de los graceling, puesto que les preguntó acerca de todo cuanto habían visto durante el viaje, así como acerca de las personas con las que se habían encontrado. Cenaron en una estancia caldeada con el fuego de un gran hogar de piedra: guiso caliente, verduras cocidas, pan recién hecho y todo el comedor para ellos. Dispusieron de sillas para sentarse, y una mesa, platos y cucharas. Y, después, un buen baño caliente, y cama caliente y más blanda de lo que Katsa recordaba que era una cama. Todo un lujo que disfrutaron al máximo porque eran conscientes de que, probablemente, no volverían a tener esas comodidades en mucho tiempo.

Cargados con provisiones que la mujer del posadero les había preparado y agua fresca del pozo de la posada, se marcharon antes de que el sol asomara por las cumbres. Transportaban la mayor parte de sus pertenencias, salvo las que habían dejado junto con los caballos. Al ser mejor tiradora, Katsa llevaba colgados a la espalda un arco y una aljaba con flechas. Pero no portaban las espadas, aunque ambos iban armados con una daga y un cuchillo; acarreaban asimismo los petates y las mantas para dormir, el dinero, las medicinas, los mapas y la lista de contactos del Consejo.

A medida que ascendían, el cielo adquirió un matiz purpúreo, luego anaranjado y por último, rosáceo. En la senda de montaña quedaban rastros del paso de otros viajeros: hogueras apagadas y huellas de botas, y, en algunos sitios, chozas construidas para uso de los caminantes; carecían de muebles, pero disponían de hogares que, aunque toscos, eran muy prácticos. Esas construcciones se habían llevado a cabo con el esfuerzo combinado de Meridia, Elestia y Monmar en tiempos lejanos, cuando los reinos colaboraban entre sí para ofrecer una travesía segura a los viajeros que cruzaban sus fronteras.

—Un techo y cuatro paredes te pueden salvar la vida durante una ventisca en las montañas —afirmó Po.

—¿Y cuándo te ha pillado a ti una ventisca en las montañas?

—Me pasó una vez, con mi hermano Argento. Estábamos escalando y nos sorprendió una tormenta. Por fortuna encontramos el refugio de un leñador; de no haber sido así, seguramente habríamos muerto. Estuvimos atrapados allí cuatro días. Cuatro días en los que sólo comimos el pan y las manzanas que llevábamos en las mochilas, y nieve. Nuestra madre casi nos dio por perdidos.

—¿Cuál de los hermanos es Argento?

—El quinto hijo de mi padre.

—Es una pena que, por entonces, no tuvieras la capacidad de percepción hacia los animales, como ahora. Habrías podido desenterrar algún topo de su túnel, o cazar una ardilla.

—Y me habría perdido al querer volver a la choza —argumentó Po—. O de haber regresado, a mi hermano le habría parecido muy sospechoso que hubiera sido capaz de cazar en plena tormenta.

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