Capítulo 3

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Katsa corrió sin detenerse y dejó atrás casas, talleres, tiendas y posadas, e incluso a un lechero que iba medio dormido en la carreta, de la que tiraba el caballo entre suaves resoplidos.

Se sentía ligera sin la carga; además, la calzada discurría ahora cuesta abajo. Enfiló en silencio y lo más deprisa que pudo hacia los campos de levante y no dejó de correr. Por el camino vio a una mujer, que cruzaba el corral de una granja, cargada con cubos colgados por las asas de una vara que sostenía en equilibrio sobre los hombros.

Aflojó el paso cuando se aproximó a la arboleda; allí debía caminar con mayor precaución para no romper ramitas ni dejar huellas de botas que dejaran un rastro directo hasta el punto de encuentro. De hecho, ya se notaba un poco el camino porque Oll, Giddon y los demás miembros del Consejo no eran tan cuidadosos como ella y, por supuesto, era imposible que los caballos no marcaran un camino por donde pasaban. Dentro de poco necesitarían buscar otro lugar de reunión.

Ya era de día cuando llegó por fin a la zona de espesos matorrales que usaban de escondrijo. Los caballos pacían; Giddon se había tumbado en el suelo y Oll estaba recostado en un montón de alforjas. Los dos hombres dormían.

Katsa reprimió el enfado y se acercó a los caballos. Los acarició y les examinó los cascos, uno por uno, para comprobar si tenían grietas o gravilla incrustada. Los animales se habían portado bien y, además, eran más listos que sus jinetes; ellos no se habían quedado dormidos en el bosque, tan cerca de la ciudad y a tanta distancia del lugar donde Randa daba por hecho que se encontraban. La montura de la joven relinchó, y Oll rebulló a su espalda.

—¿Qué habría ocurrido si alguien os hubiera sorprendido dormidos en el lindero del bosque cuando deberíais estar a mitad de camino de la frontera oriental? —los increpó—. Qué explicación habríais dado, ¿eh?

—No tenía intención de dormirme, mi señora —contestó Oll.

—Eso no cambia nada.

—No todos tenemos su resistencia, mi señora, en especial los que ya peinamos canas. Oh, venga, no ha pasado nada malo. —Sacudió a Giddon, que, por toda respuesta, se tapó los ojos con las manos—. Despierte, mi señor. Será mejor que nos pongamos en marcha.

Katsa no dijo nada más. Colocó las alforjas en su caballo y esperó junto a los animales. Oll recogió las otras alforjas y las aseguró en las monturas.

—¿El príncipe Tealiff está a salvo, mi señora?

—Lo está.

Dando traspiés y rascándose la cabeza, Giddon se les acercó. Desenvolvió una hogaza de pan y se la ofreció a Katsa, pero ésta la rechazó.

—Comeré más tarde —comentó.

Giddon partió un trozo de pan y le tendió el
resto a Oll.

—¿Estás molesta por no habernos encontrado haciendo ejercicio físico cuando llegaste, Katsa? ¿Tendríamos que haber estado practicando gimnasia en las copas de los árboles?

—Os podrían haber capturado, Giddon. Y si os hubieran visto, ¿dónde estaríais ahora?

—Ya se te habría ocurrido algo —respondió él—. Nos habrías salvado, como salvas a los demás.

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