Capítulo 7

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Helda entró a trabajar en los cuartos infantiles del palacio de Randa más o menos en la misma época en que Katsa empezaba a aplicar los castigos impuestos por el rey. Costaba entender por qué la joven la asustaba menos que a los demás; tal vez se debía a que ella misma había alumbrado un niño graceling. No se trataba de un guerrero, sino simplemente de un nadador, habilidad que no era de utilidad para un rey. Por ello, se devolvió al niño a la casa paterna, y Helda comprobaba cómo los vecinos lo evitaban y lo ridiculizaban por la sencilla razón de moverse como un pez en el agua, o porque tenía un ojo negro y el otro, azul. Quizá por eso la mujer se reservó su opinión cuando la servidumbre la previno contra la sobrina del rey, aconsejándole que la evitara.

Ni que decir tiene que cuando Helda llegó al palacio, Katsa era demasiado mayor para estar en los cuartos de niños que tan atareada mantenían a la mujer. Sin embargo, ésta asistía a las sesiones de entrenamiento de la chiquilla siempre que podía. Se sentaba a mirarla mientras la pequeña reventaba a golpes el relleno de un bausán, y el grano saltaba de las rajaduras y desgarrones del saco y caía al suelo, como si fuera sangre que manara a borbotones. Nunca se quedaba mucho rato porque siempre se la necesitaba en los cuartos infantiles, pero aun así Katsa se fijó en ella, como se fijaba siempre en alguien que no trataba de evitarla. No obstante, aunque se percató de la presencia de Helda y la observó, no se dejó ganar por la curiosidad; no había ninguna razón para que se relacionara con una mujer del servicio.

Pero la criada apareció en la sala de prácticas un día en que Oll se había ausentado y Katsa estaba sola. Cuando la chiquilla hizo un alto para preparar otro bausán, ella le dirigió la palabra:

—En la corte dicen que es usted peligrosa, mi señora.

Katsa la observó con atención un momento; era una mujer mayor, de cabello canoso, ojos grises y brazos fofos cruzados sobre el vientre, también fofo. La mujer le sostuvo la mirada como no lo hacía nadie excepto Raffin, Oll y el rey. Katsa se encogió de hombros, se cargó al hombro un saco de grano y lo colgó de un gancho a un poste de madera clavado en el suelo, en el centro de la sala de prácticas.

—Mi señora, ¿mató usted a propósito a ese primo suyo, su primera víctima? —inquirió Helda.

Era una pregunta que nadie le había hecho jamás. La muchachita volvió a mirarla a la cara y, de nuevo, la mujer le sostuvo la mirada. Katsa intuyó que era una pregunta inapropiada viniendo de una criada. Sin embargo, estaba tan poco acostumbrada a que alguien le dirigiera la palabra que no sabía qué proceder sería el correcto.

—No —contestó—. Lo único que quería era que dejara de tocarme.

—En tal caso, mi señora, es peligrosa para la gente que no le gusta. Pero tal vez no entraña peligro como amiga.

—Ese es el motivo de que me pase el día entero en esta sala de prácticas —explicó Katsa.

—Aprendiendo a dominar su gracia —asintió Helda—. Sí, todos los graceling deben hacerlo.

Esa mujer sabía algo sobre los dones otorgados por la gracia, y no le daba miedo usar la palabra. Katsa tenía que reanudar sus ejercicios, pero hizo un alto con la esperanza de que la sirvienta dijera algo más.

—Mi señora, ¿puedo hacerle una pregunta indiscreta?

Katsa aguardó. No se le ocurría una pregunta más indiscreta que las que ya le había hecho la mujer.

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