Jonathan III

31 5 0
                                    

El camino de vuelta lo hago andando, pues mi padre ha tenido que marcharse a hacer unas gestiones a la ciudad. De mientras, en mi cabeza se reproduce el día como una grabación. Después del almuerzo tampoco he encontrado a Daniel y he intentado encontrar yo solo la clase de biología. Da igual lo que haya dicho la secretaria, he sido capaz de perderme por los pasillos, a pesar incluso del plano. Cuando la profesora Gravestone me ha encontrado solo en un pasillo sin ninguna idea de dónde estaba, me he temido lo peor por las palabras de mi amigo. En cambio, ha sido de lo más amable y se ha ofrecido a acompañarme también después de la clase, cosa que he declinado. No era para nada como me esperaba que fuera.

Llego a la carretera de salida del pueblo y tuerzo hacia la derecha por el camino de tierra aplanada. Entro en la casa y subo directamente al segundo piso. Dejo mis cosas en mi habitación y me desnudo para darme una merecida ducha caliente. Al salir me enrollo una toalla alrededor de la cintura y me vuelvo a mi cuarto, donde, mientras me pongo unos pantalones de chándal grises, noto una presencia a mis espaldas.

Me giro rápidamente justo a tiempo para ver una sombra desaparecer escaleras abajo. Termino de ponerme una camiseta blanca y, con cautela, me asomo al rellano. Desde aquí veo la puerta de entrada abierta de par en par. ¿La he dejado yo así? No lo creo. Me acerco a cerrarla y vuelvo a ver la sombra girando la esquina de la casa. La sigo y me encuentro frente a frente con el mismo tipo de la gasolinera. Se encuentra a unos cinco metros de distancia y lleva una sudadera negra con la capucha echada sobre la frente. El hombre me sonríe con unos caninos el doble de largos de lo normal y los ojos brillándole maliciosamente en un dorado casi negro. Ahora estoy seguro de no estar imaginándomelo.

Empieza a acercarse a mi posición, donde estoy paralizado del miedo, mientras su cuerpo cambia ante mis ojos. Tanto sus dientes como sus uñas crecen y se vuelven más afilados, su musculatura crece descontroladamente y hace jirones la ropa. Su pecho, ahora desnudo, se cubre de espeso pelo gris ceniza y su cara adquiere unos rasgos monstruosos. En pocos segundos me encuentro ante una mezcla entre hombre y animal, un verdadero hombre lobo, que sigue acortando la distancia que nos separa.

Al comprender esto, el hechizo que me tenía quieto en mi lugar se rompe y hecho a correr hacia el bosque. Pequeños palos y plantas se clavan en mis pies desnudos, pero no me detengo pues a mis espaldas oigo las ramas de los árboles quebrarse bajo la criatura que me persigue. Ni dos minutos pasan hasta que llego a un claro y el monstruo salta sobre mí y me encara, bloqueándome el camino. Freno derrapando sobre la hierba y el baro del suelo. El monstruo me tiene y lo sabe. Levanta las garras para matarme, pero yo no pienso morir sin luchar. Resbalando me echo a un lado y no me arranca la cabeza por centímetros. En cambio, un dolor lacerante me llega desde el gemelo, que me ha desgarrado. Caigo gritando de dolor y me retuerzo en el suelo. La criatura vuelve a la carga lista para dar, esta vez sí, un golpe mortal.

Pero un chillido estridente resuena por el claro y penetra en mis oídos. Por fortuna, también le afecta al hombre lobo, quién vuelve a fallar el golpe, aunque esta vez tengo mucha menos suerte. Las garras me atraviesan los músculos de la espalda salpicando con mi sangre la hierba delante de mí.

Me arrastro a duras penas impulsándome con las manos y me giro, esperando mi final. Pero este nunca llega. En cuestión de minutos, tres veces la suerte me ha salvado la vida. Primero el resbalón, luego el chillido y ahora una lanza dorada que emerge del pecho del monstruo, a la altura del corazón.

Del cielo cae inmediatamente un ángel sobre el cuerpo empalado. Un hombre rubio que parece emitir su propia luz se alza frente a mí con unas alas blanquísimas el doble de altas que él abriéndose a sus espaldas y los ojos brillando como dos soles. La luz que desprende se atenúa y descubro que el ángel es idéntico a Daniel. Segundos más tarde me doy cuenta de que no se parece, sino que es Daniel. El joven se acerca a mí con cara de preocupación y yo retrocedo arrastrándome sobre el suelo.

– ¡Aléjate de mí! –le grito. O lo intento, pues de mi boca solo sale un quejido débil.

Aun así, él parece darse cuenta de esto y se para. Con un parpadeo sus ojos vuelven a ser de un azul claro otra vez. Las alas se repliegan en su espalda y desaparecen de mi vista. Trato de levantarme y, a trompicones, logro dar unos pasos antes de volver a caer de bruces al suelo. Y esta vez el dolor me hace incapaz de levantarme de nuevo.

Unas manos me dan la vuelta y me ayudan a recostarme contra un árbol. La cara de Daniel aparece en mi rango de visión con una mirada preocupada.

– ¿Estás bien?

Yo suelto una risa, que más bien suena como si me ahogara, y le respondo:

–Me han arrancado la espalda a tiras, literalmente. ¿Cómo crees que estoy?

–Vale, vale –se defiende él soltando un suspiro–. ¿Crees que podrás moverte solo?

No, no lo creo. Pero aun así me incorporo apoyándome en la corteza a mi espalda y, cuando me pongo en pie, un latigazo de dolor me recorre la espina dorsal y me doblo sobre mí mismo. Daniel me sujeta y evita que acabe en el suelo por tercera vez consecutiva.

Ayudado por él, prácticamente llevado por él, llegamos a mi casa. Daniel me deja en el sofá y desaparece en la cocina. Reaparece unos minutos más tarde con un bote del botiquín.

–Deberías quitarte la camiseta –me dice a la vez que levanta el pantalón por donde está la otra herida.

Con cuidado, despego la camiseta de las heridas y, haciendo caso a sus gestos, me tumbo boca abajo con la espalda al aire.

–Esto te va a doler, mucho –me avisa–. Pero para mañana estarás perfectamente.

Dicho esto y sin avisar, vierte el contenido del bote sobre las heridas. El alarido de dolor que suelto no parece de este mundo. Mucho se queda corto. El líquido penetra en mi piel y me quema desde dentro, tanto que casi puedo notar las heridas cerrándose. Tras lo que me parece el cuarto de hora más largo de mi vida, el dolor remite lo suficiente para que me sienta con fuerzas para moverme.

– ¿Qué cojones era eso? –le pregunto.

–Lo más fuerte que he sido capaz de encontrar –me responde con una sonrisa mostrándome un bote de plástico opaco con un líquido en él.

– ¡No me refiero a eso!

–Está bien... –suspira–. Eso era un hombre lobo. Existen, tanto ellos como otras criaturas sobrenaturales.

– ¿Eso significa que me voy a convertir en uno ahora?

Su silencio me da la respuesta.

Más Allá de la MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora