Angela I

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Las escaleras del porche son incómodas y encima están bastante húmedas por la tormenta de anoche, pero es muchísimo mejor que tener que oír a mis padres discutir durante horas y horas seguidas, gritándose el uno a la otra cosas que preferiría no oír mientras tratas de concentrarte en estudiar para el examen de química del día siguiente. La verdad es que no sé si quiero que acaben por divorciarse de una vez o no, pero es que es prácticamente imposible vivir de esta forma. A cada momento empiezan a discutir por todo, incluso por las nimiedades más pequeñas, de forma que siempre acabo en medio.

De repente la puerta de entrada se abre a mis espaldas y me giro para ver quién es. Mi padre, un hombre joven, de cuarenta y tantos años, de espaldas anchas y pelo rizado pelirrojo, herencia de sus raíces irlandesas, vestido aún con la ropa del trabajo con la que ha llegado a casa a media tarde aparece por ella mirando hacia dentro y gritándole a mamá.

– ¡NO TE VAS A SALIR CON ESAS, MARSELLE! –mi madre le grita algo en respuesta desde dentro de la casa, a lo que él contesta–. ¡PUES LLAMA A TU MADRE, ME DA IGUAL!

Ella, una mujer prácticamente igual a mí, pero con las raíces del cabello grisáceas por la edad, aparece también por la puerta, vestida únicamente con unos pantalones de chándal anchos y una camiseta vieja bajo la bata, y le lanza una bolsa de lona de la que sobresalen un poco partes de las prendas que ha metido a toda prisa a los pies.

– ¡Lárgate!, no quiero volver a verte nunca más –le chilla entre lágrimas–. Ya me da igual lo que hagas con tu vida, solo déjame en paz.

De un golpe, mi madre le cierra la puerta en las narices y papá escupe en el felpudo a modo de venganza. Acto seguido se gira y, sin mirar atrás ni un instante, se mete en el coche y sale por el camino principal hasta la carretera a todo gas, alejándose de nosotras.

Una media hora más tarde, entro en casa en silencio y me acerco a la puerta del principio del pasillo, la de la habitación de mis padres. Apoyo la oreja en la madera y escucho atentamente. Al otro lado se oyen los débiles sollozos de mi madre y recuerdo la última vez que pasó algo parecido, hace un par de meses cuando fue mi madre la que se marchó de casa. Como siempre, a las dos semanas, papá descubrió que su vida sin ella era imposible, lo cual quiere decir que descubrió que no sabía ni poner la lavadora, y le llamó para pedirle perdón. Con pasos lentos, me alejo de la puerta y me meto en mi cuarto. Coloco la silla bajo el pomo para evitar que mamá intente entrar y salgo por la ventana. En la oscuridad del crepúsculo atravieso el jardín trasero y me encierro en el pequeño cobertizo de herramientas. Rodeada de polvo y productos para el jardín me tumbo y me quedo mirando el techo de metal ondulado. Un rato después miro por la pequeña ventana que hay en lo alto de una de las paredes y descubro que la luna, casi llena, ya está en lo alto.

De repente, un dolor agudo empieza en lo más profundo de mi mente y la vista se me desenfoca. De pronto es como si estuviese viendo dos escenas superpuestas. En una estoy en el cobertizo, mientras que en la otra estoy en frente de una casa que no conozco con tres mujeres frente a mí, rodeándome.

La primera es una mujer negra que lleva el pelo marrón oscuro peinado en unas largas rastas atadas en una coleta en lo alto de la cabeza. Viste con un top negro tan ajustado que parece una segunda piel y unos pantalones de estampado militar con un ancho cinturón de tachuelas plateadas. La segunda es de piel muy pálida y pelo rubio platino. Leva una gran cantidad de maquillaje que le resaltan los ojos negros y la hacen parecer aún más cadavérica y una ropa demasiado reveladora para mi gusto. La última tiene un pelo rojo como el fuego que le cae sobre unos hombros cubiertos de tatuajes que hacen formas extrañas por sus brazos al desnudo.

Las mujeres se acercan a mí con movimientos sensuales y, a cada paso que dan, el dolor de mi cabeza aumenta. Al final llega a tanto que no soy capaz de soportarlo más y suelto un chillido agudo y lleno de agonía. Pero aun así es un grito silencioso que nadie es capaz de oír.

Minutos después todo desaparece y salgo corriendo de vuelta a mi habitación, a mi cama. Ya debajo de las mantas cojo el móvil de encima de la mesilla y busco el contacto de Keira, mi mejor y única amiga. Pero cuando lo tengo en el centro de la pantalla no llego a pulsar la tecla de llamar. ¿Cómo decirle a la única persona a la que le importas, la única que no te trata como el culo o que no pasa de ti que estás loca? Cuando esta tarde la visión de un chaval esquelético y famélico acurrucado en posición fetal en una esquina de una sala metálica sin ventanas me ha hecho gritar también, me he jurado que no le diría nada a nadie. Y pienso mantener mi promesa, creo.

Más Allá de la MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora