Durante todo el día siguiente ni Jonathan ni su gemelo aparecieron por ningún sitio del pueblo. Era como si la tierra se los hubiese tragado a ambos junto con su padre, aunque yo sabía que, en realidad, estaban los tres tratando de asimilar su nueva situación. Y tengo que admitir que me aterrorizaba el hecho de que eso los empujara a irse del pueblo. Después de todo, algo ha surgido entre Jonathan y yo, aunque todavía no estoy segura de lo que es.
En casa todo el mundo parece alegre por la repentina recuperación de Daniel y no hay un momento de paz en la planta baja. Por ello, en el primer momento que puedo, huyo escaleras arriba y me refugio en mi habitación.
Sentada en la silla contemplo la pared blanca frente a mí, ordenando mis pensamientos. Exactamente igual que hace una semana, más o menos, cuando lo vi por primera vez, montado en su coche... De repente, un golpe a mis espaldas me hace sobresaltarme. Me giro y veo que la ventana está abierta y el viento ha tirado una pila de libros que había sobre la mesilla de noche. Me agacho para recogerlos y me doy cuenta de que, entre ellos se encuentra el "Drácula" que saqué de la biblioteca hace unas semanas y me fijo que se ha quedado abierto por la misma página del otro día. De repente me doy cuenta de que la frase subrayada está ahora marcada de forma obsesiva, como si una tercera persona la hubiera subrayado varias veces.
"Denn die todten reiten schenell. Porque los muertos viajan deprisa".
–Dan –llamo a mi hermano–. ¿Sabes quién ha...?
No llego a terminar la pregunta, pues, al igual que aquel día, el sonido del motor de un coche desconocido llega a mis oídos y siento la obligación de cumplir mi promesa para con el abuelo. Agarro la cámara del estante sobre el escritorio y me preparo para sacar las fotos pertinentes. Por la esquina gira un largo coche fúnebre negro con las ventanas traseras cubiertas por unas cortinas de terciopelo escarlata que me impide ver el interior. Una piedra del tamaño de un puño y con un brillo rojo sangre y unas chispas luminosas que rodean las llantas y que se meten por los tubos del motor, dándole vida y haciendo que se mueva el auto. Cuando me fijo mejor, me doy cuenta de que la piedra es idéntica a la que recuperamos ayer por la noche del claro de Licaon.
El coche avanza a gran velocidad por la carretera y entonces lo veo. Cruzando la calle distraídamente camina un hombre de anchas espaldas y una corta barba un poco canosa. Reconozco la barriga que él niega que tenga y la horrible camisa a cuadros que tanto odio.
– ¡PAPÁ! –grito por la ventana tratando de avisarle.
Él levanta la vista en el medio de la carretera y me sonríe a la vez que me saluda alzando el brazo y agitando la mano, ajeno a lo que se le viene encima.
El auto pasa como un bólido llevándose a mi padre por delante. Aterrorizada por lo que acaba de pasar, bajo las escaleras de dos en dos y salgo a la calle a toda prisa.
– ¡PAPÁ! –vuelvo a llamar.
Allí, unos cuantos metros más adelante, se encuentra un pequeño grupo de gente que ha ido congregándose a su alrededor. Corro hacia ahí y caigo al suelo de rodillas, con las lágrimas en los ojos y la culpa en la garganta. Tirado en el suelo, en medio de un charco de sangre, se halla mi padre. Tiene el cráneo hundido y el brazo en un ángulo extraño, con astillas del hueso atravesándole la piel.
Oigo a algunos de los vecinos que empiezan a murmurar tras de mí, pero, para mí, solo son un zumbido de fondo. Solo soy capaz de ver la sonrisa que aún recubre la parte reconocible de su rostro, preguntándome si ha sido mi culpa.
Cuando llaman a la puerta, me levanto de la cama donde estaba sentada leyendo algo y bajo hasta la puerta principal a trompicones. De la cocina sale el aroma de lo que sea que esté cocinando mi madre. Antes de abrir la puerta, respiro un par de veces y me arreglo la falda frente al espejo que cuelga en la pared, sobre el mueble del recibidor.
Nerviosa, giro el pomo y los veo a ambos: altos, alegres y hermosos. E idénticos.
El de delante, Jonathan, se inclina para depositar un leve beso en mis labios mientras que su gemelo se aparta unos pasos para dejarnos algo de espacio. Angela llega unos cinco minutos más tarde y se une a una conversación que dura horas, aunque a mí me parecen minutos.
De repente, una gran mano de tacto áspero pero gentil se posa en mi hombro a la vez que la voz de mi padre resuena en mis oídos.
–Chicos, deberíais entrar adentro –dice él –. La cena ya está servida y tu madre se va a enfadar mucho como la hagáis esperar más.
Me giro y le sonrío. Le cojo dela mano a Jonathan y lo llevo hacia el comedor, con los demás siguiéndonos.
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Más Allá de la Muerte
Hombres LoboEl puño nunca llega a su destino, ya que el otro lo agarra del cuello y lo estampa contra la pared. El delgado empieza a patalear y retorcerse e intenta abrir la mano que rodea su garganta. Por mucho que lo intenta, su fuerza no es suficiente contra...