Jonathan I

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Las horas pasan lentas, muy lentas, mientras los campos y prados se secan aún más bajo un sol radiante en un cielo sin una sola nube. Ya van seis meses en los que no llueve en esta zona de Estados Unidos, y esta carretera de aspecto infinito perdida entre el estado de Texas y el de Luisiana no es una excepción.

Afortunadamente, en la vieja camioneta de mi padre el aire acondicionado funciona relativamente bien y el calor sofocante se puede llegar a soportar. En cambio, el aburrimiento se va haciendo cada vez más palpable. El móvil dejó de entretenerme hace cuatro horas, al mp3 se le acabó la batería hace dos y en la mochila, a mis pies, solo hay una vieja, manoseada, releída y maltratada edición de Drácula que en su momento perteneció a mi madre.

Algunos pensarán "Jonathan, tienes a tu padre justo al lado. ¡Habla con él!". El problema es que con él nunca ha sido fácil. Y menos desde la muerte de mi madre, hace siete años, cuando yo tenía diez. Y con ella se fue también la última alegría de vivir de papá.

También es desde entonces que se echó a la carretera, como si tuviese miedo de estar demasiado tiempo en un mismo sitio y echar raíces ahí, como si tuviese miedo de crear un hogar sin ella.

Al rato veo a lo lejos una construcción. Un área de descanso perdida de la mano de Dios, cerca de la frontera entre el calor asfixiante de Texas y la sombra húmeda de los bosques y los pantanos de Luisiana.

–Papá, ¿podemos parar? –digo con la voz pastosa por la falta de agua.

No dice nada, simplemente asiente y, diez minutos más tarde, aparca a la sombra de una tejavana metálica cercana al edificio.

Al salir del baño y me dirijo al coche. Trato de abrirlo, pero está cerrado y a mi padre no se le ve por ninguna parte. Con el puño, golpeo la puerta consiguiendo, únicamente, hacerme daño. Tras un par de maldiciones y juramentos, me apoyo en el capó a esperar.

Unos cinco minutos más tarde, unos gritos me sorprenden pensando en mis cosas y un par de tipos aparecen dándole la vuelta al edificio. Ninguno de los dos se da cuenta de que estoy aquí, pero yo veo cómo el más grande le responde algo al delgado, quién trata de propinarle un puñetazo desesperado en la cara. Pero el puño nunca llega a su destino, ya que el otro lo agarra del cuello y lo estampa contra la pared. El delgado empieza a patalear y retorcerse e intenta abrir la mano que rodea su garganta. Por mucho que lo intenta, su fuerza no es suficiente contra la del otro y, asustado y escondido ahora tras el coche, veo cómo la vida abandona su cuerpo lentamente.

El gigante deja caer el cuerpo muerto del pobre tipo, que queda como una marioneta a la que le han cortado los hilos, y sus hombros empiezan a templar en espasmos mientras se gira en mi dirección.

Por imposible que pueda parecer, estoy seguro de que el hombre me mira, directamente a través de las dos ventanillas, a los ojos y sonríe maliciosamente. Debe estar colocado con algún tipo de droga porque sus ojos tienen un color dorado oscuro que da miedo. Parpadeo un par de veces deseando habérmelo imaginado todo y, al volver a mirar, ni él ni el muerto están ahí; como si nunca lo hubiesen estado. Como si lo hubiese imaginado todo.

– ¡Jon! ¡Jon! –dice la voz de mi padre por detrás de mí–. ¡Jonathan!

De repente, es como si saliese de un sueño. Mi padre y yo nos subimos al coche y él conduce alejándome de esa extraña sensación que había sentido al ver los ojos de ese hombre.

Al cabo de un rato, la carretera se divide en dos. Una hacia el noreste y la otra sigue recto hacia el este. Mi padre elige la primera y, durante un par de horas más, el silencio vuelve a instalarse entre nosotros.

Poco a poco empiezan a aparecer signos de civilización. Algunas granjas y casas aisladas y señales que indican la presencia de un pueblo: Lakeville. Según las señales, un pueblo muy pequeño, apenas llega a los dos quinientos mil habitantes. De repente, como salidas de la nada entre los árboles, aparecen las primeras construcciones. Casas de uno o dos pisos pintadas en tonos pastel y tiendas y pequeños restaurantes.

A medida que nos vamos internando en el pueblo, empiezo a ver cada vez más gente. Una madre que sale de un ultramarino con dos niños de no más de cinco años cogidos de ambas manos. Dos ancianos sentados en un banco y charlando amistosamente con la alegre dueña de una floristería justo detrás de ellos. A pesar del calor, húmedo y pegajoso; o a lo mejor precisamente por él, todo el mundo parece estar en las calles.

Al mirar por la ventanilla, a mano derecha, veo la plaza principal del pueblo al final de una corta calle con los edificios típicos de la región. Edificios con terrazas en cada piso con barandales y enmarcadas con hierros forjados.

De repente, algo me llama a atención. Un poco más adelante, en una de las ventanas del piso superior de una casa, una chica con el pelo color caoba oscuro corre las cortinas a toda velocidad, seguramente con la esperanza de que nadie haya visto el flash de la foto qua ha sacado a escondidas.

Rápidamente, mi padre atraviesa el pueblo de lado a lado hasta que salimos por el otro lado. Junto a la carretera principal hay un camino de tierra embarrada por el que mi padre se mete. Al final del tortuoso camino de tierra se encuentra una pequeña y vieja casa de madera con la pintura blanca descascarillada. Mi padre aparca la camioneta frente a ella.

– ¿Esto es la casa? –pregunto irritado mientras trato de imaginar cómo es que no se ha caído aún.

Mi padre se encoge de hombros como respuesta, sale del vehículo y empieza a descargar nuestras cosas. Yo, sin nada que hacer, salgo también con la mochila en mano y entro.

Para mi sorpresa, el interior tiene mucho mejor aspecto que el exterior, aunque estaba en mejor estado en los sesentas. Un pequeño espacio con el pie de la escalera frente a la entrada con una arcada a la derecha y otra a la izquierda hace el recibidor. Justo al lado de la escalera hay una puerta blanca abierta que da a un pequeño aseo.

El arco de la derecha da a una cocina con suelo y encimeras de linóleo y una mesa redonda de madera para cuatro personas y una puerta trasera al fondo. A la izquierda está la sala. Tiene chimenea de piedra con una repisa de madera al fondo y una televisión vieja de caja en una esquina con un reproductor de video sobre ella y una pequeña colección de VHS bajo ella. En la otra pared, en la parte trasera de la casa, hay dos puertas también abiertas que dan a un dormitorio y a una especie de despacho con estanterías llenas de polvo. Todas las paredes tienen el mismo papel pintado viejo y desgastado.

De repente, la voz de mi padre suena a mis espaldas, sobresaltándome.

–Esa será mi habitación –señala a la puerta–. He pensado que preferirías tener el piso de arriba para ti –añade con un amago de sonrisa.

–Yo... –musito sin saber qué decir–. Gracias.

–Sí... Claro... –responde mi padre–. Eh... Aquí tienes tus cosas.

Tras esta gran demostración de afecto, mi padre deja un padre de bolsas en el suelo y sale de la sala.

En cuanto atraviesa el umbral de la puerta principal, cojo las cosas y huyo escaleras arriba. En el rellano me encuentro con otras dos viejas puertas de madera, idénticas a las del piso inferior. La de la derecha da a un pequeño baño equipado con ducha, lavabo e inodoro. La otra puerta da a lo que será mi habitación por el siguiente periodo indeterminado de tiempo.

Las paredes están inclinadas a partir del metro y medio de altura por estar justo debajo del tejado. Hay una cama bastante grande, un armario y un escritorio. Sin ninguna gana de darme siquiera una ducha, dejo las cosas junto al escritorio y me dejo caer agotado sobre la cama.


Antes de llegar a dormirme, viene a mi mente la escena de la gasolinera y el odio que desprendían los ojos de ese hombre. Ojos dorados, oscuros como una noche sin luna.

Más Allá de la MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora