Christopher I

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El mismo día se repite una y otra vez en el interior de mi cabeza, en mi mente. Los ruidos comenzaron de madrugada, cuando aún dormía. La abuela entró en mi habitación a la carrera, resollando. Era una mujer de poco más de sesenta años, menuda y con el pelo corto y rizado blanco de canas.

– ¡Rápido, Chris! –exclamó tras recuperar el aliento –. Ya están aquí. ¡Tienes que irte!

– ¿Ya están aquí quiénes? –pregunté ­–. ¿De qué estás hablando, abuela?

–No hay tiempo de explicarte nada, ¡rápido!, ¡rápido! –me azuzaba ella mientras metía desordenadamente cosas en una mochila.

– ¿De qué estás hablando?

–Hijo, hay cosas que debería haberte contado antes –empezó a decir ella–. Pero ya no hay vuelta atrás. Ha llegado la hora de dejar de huir para mí. Tengo que enfrentarme a lo que sea que me depare el destino con la cabeza bien alta.

»Pero tú, cariño, tu momento aún no ha llegado. Sigue hacia el este todo lo que puedas, como siempre.

–Pero, abuela, ¿qué harás tú? –le pregunté por segunda vez.

–No lo sé –me respondió ella– Pero tienes que recordar que te quiero, siempre te he querido. A los dos. –añadió al final.

– ¿Qué diablos significa eso?

–No tengo tiempo de explicarte nada, lo siento –se disculpó–. Lo entenderás con el tiempo. Espero que lo entiendas.

Con los ojos llorosos, ella apoya una arrugada mano en mi mejilla y me mira tristemente antes de dejarme ir. Me di la vuelta y me escabullí por el jardín trasero sin saber que esa sería la última vez que la vería.

Tres días aguanté sin saber a dónde ir antes de toparme con la pelirroja. Y después vino el golpe y la oscuridad.

Y vuelta a empezar.

Pero esta vez es distinto. La pelirroja no llega y el tiempo parece alargarse hasta el infinito. En cambio, la oscuridad sí que llega. En los bordes de mi visión, una luz anaranjada empieza a romper esa oscuridad y empiezo a recordar.

Recuerdo a un niño pequeño, de unos diez años. Recuerdo horas y horas de felicidad infantil e ingenua. Recuerdo que me obligaron a olvidar a un hermano. Y ahora comprendo lo que quería decirme la abuela.

De repente, la luz anaranjada empieza a intensificarse y me ciega. Cierro los ojos con fuerza y, al volver a abrirlos, me encuentro en una habitación que no reconozco rodeado de gente.

Los fluorescentes del techo me obligan a apartar la mirada y esta cae sobre mi propio rostro. De pie junto a mí, al lado de la mesa en la que me encuentro tumbado, está Jonathan con una piedra con destellos naranjas en la mano. En su cara se refleja la preocupación y la incomodidad del momento, sin que ninguno de los dos sepamos muy bien que hacer.

Incómodo, aparto la vista a un lado y la veo todavía con una de mis manos entre las suyas diminutas. Como un ángel del cielo con la piel de ébano, unos grandes ojos del color del chocolate y una pequeña nariz respingona. Al percatarse de que está siendo observada, la chica suelta mi mano a la vez que se sonroja y se aparta.

Y es entonces cuando veo a la mujer. No es la pelirroja, pero me causa casi la misma impresión. Es la mujer que ayudó a mi madre a romper nuestra familia. La mujer que me hizo perder diez años de la realidad.

– ¡Tú! –escupo impregnándole a la palabra todo el odio que hay en mi interior. El odio hacia lo que podría haber sido y no fue. El odio hacia esas tres mujeres que me separaron de mi abuela. El odio hacia mi madre por destrozarme la vida. Todo el odio que esa mujer representa.

–Tranquilo –susurra Jonathan interponiéndose entre ella y yo antes de que pueda siquiera terminar de incorporarme. Él pone una mano en mi hombro sin estar muy seguro de si está haciendo lo correcto en un intento de tranquilizarme. Incapaz de aguantarlo más, rodeo a mi hermano con los brazos y me dejo llevar por primera vez en un mes.

Media hora más tarde estamos a solas en su coche con las campanas de la iglesia marcando la medianoche mientras nos ponemos al día de los últimos diez años.

–Esto es una mierda –digo al final–. Haberse convertido en hombre lobo... Es lo último que me hubiera imaginado. Si no lo veo no lo creo. Y cambiando de tema –añado–. ¿Cómo se lo vamos a contar a tu padre? Al nuestro –me corrijo.

–No lo sé –admite encogiéndose de hombros y apretando las manos en el volante–. Ha pasado todo tan rápido... No me había parado a pensarlo.

Llegamos a la casa cinco minutos más tarde y me fijo en que las luces están encendidas. Al cruzar la puerta de entrada, alguien se abalanza sobre Jonathan. Un hombre de unos cuarenta años con la mandíbula cubierta por una barba de dos días y las sienes salpicadas de canas lo abraza con fuerza mientras mi hermano trata de dar una explicación coherente.

–Esto... Papá, tengo que con... –trata de decir sin éxito.

–No hace falta que me expliques nada –le corta el hombre con una voz suave que no parece acostumbrado a utilizar–. Ella ha llegado hace un rato y me lo ha contado todo.

– ¿Ella? –pregunto yo–. ¿Quién es ella?

Cuando mi padre me mira por primera vez, sus ojos, idénticos a los míos, se llenan de lágrimas y parece no atreverse a acercarse más.

–Christopher –pronuncia temblorosamente –. Yo... Lo siento tanto... No sé cómo...

En ese momento aparece ella interrumpiendo lo que iba a ser de seguro una conversación muy incómoda por parte de ambos.

–Esta es Ita –la presenta mi padre para Jonathan–. Trabaja en la oficina de trámites legales de Luisiana, o algo así. Ella pensó que sería más conveniente juntaros a vosotros antes de nada.

–Sí, exacto –dice la mujer con el tono monótono de quien está aburrido de contar lo mismo una y otra vez –. Como ya te dije, Christopher, detectamos ciertas irregularidades en la residencia-orfanato en la que estabas en lo respectivo a tu persona e investigamos. Tirando de un hilo y de otro descubrimos más o menos lo que pasaba y se consideró oportuno actuar –explica –. Y ya es hora de que os deje a solas. Si necesitas cualquier ayuda que mi departamento te pueda dar, no dudes en llamarme. Estaré en Nueva Orleans por temas de trabajo las próximas semanas. No me costará nada acercarme hasta aquí –termia tendiéndome una tarjeta y lanzándome una mirada curiosa.

Más Allá de la MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora