Jonathan V

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Salgo corriendo detrás de la mujer, pero, al llegar a la puerta no la veo por ninguna parte. Es como si se hubiera desvanecido en el aire. En cambio, en el lugar donde la he visto por primera vez, hace una media hora, se halla un jeep negro reluciente con aspecto de ser nuevo.

Me acerco a él y, a través de los cristales de las ventanillas, puedo apreciar los asientos de cuero y la pantalla encendida del GPS. Este tiene una ruta programada que se dirige hacia el oeste, la misma dirección que me ha dicho la mujer. Junto al volante están puestas las llaves y, tras hacer la prueba, la puerta se abre. Recordando las palabras de la mujer, tomo una decisión y me pongo al volante.

Siguiendo las indicaciones, tardo media hora en llegar a la entrada de una amplia campa rodeada por frondosos árboles. Aparco cerca de unos arbustos altos que esconden el jeep de cualquiera que mire desde el prado y me apeo. En el máximo silencio que puedo, me asomo entre los árboles y, tal y como Ita me ha prometido, en el medio se encuentra furgoneta solitaria.

Impulsado ahora por la curiosidad y la veracidad de sus palabras, me acerco a la puerta trasera para ver qué hay dentro. Pruebo a tirar de la manilla, pero esta se niega a moverse. En un repentino ataque de ira, tiro con mucha más fuerza y arranco la puerta de sus gozones, que cae al suelo con estrépito. Dentro solo hay un habitáculo metálico con un banco a un lado y un bulto en una esquina. Me acerco al bulto y descubro a un adolescente semiinconsciente cuyo pecho sube y baja lentamente.

Lo agarro por el hombro lo pongo bocarriba para poder verle la cara. A pesar de sus mejillas hundidas y los ojos cerrados, reconozco los rasgos. ¡Él chaval es idéntico a mí!

Y de pronto ocurre. Miles de recuerdos que ni siquiera sabía que tenía me llegan en tropel a la mente.

Tenía siete años y estaba jugando en el jardín trasero de una casa con unos bloques de juguete. Mi madre se encuentra sentada en las escaleras de la puerta de la cocina con un cuaderno entre las manos, sonriendo. Llevaba unos vaqueros y una blusa rosa palo. Junto a ella hay otro niño de mi misma edad riendo y aplaudiendo.

A los once años nos encontramos los dos solos en una habitación a oscuras. Hay una linterna con el foco apuntando al techo que es la única iluminación para no llamar la atención. No recuerdo de lo que hablábamos, pero sé que, como una tontería infantil, nos prometimos que siempre nos apoyaríamos el uno al otro.

Unos meses antes de la muerte de mi madre, estamos sentados en el sofá del salón uno al lado del otro y mamá llorando a lágrima viva en un sillón aparte. Frente a los tres se encuentra Ita de pie haciendo unos movimientos extraños con las manos. Después de eso, oscuridad.

–Chris –susurro recordando.

De repente, una risa maligna se escucha a mi espalda. Me giro y quedo cara a cara con una mujer que apenas llega al metro sesenta, tacones incluidos. Tiene un pelo rojo vivo como el fuego que parece arder al contraluz del atardecer.

–Cinco años buscándote, chico –ríe ella–. Y resulta que ahora has venido tú solo. Prepárate entonces para morir.

Con una sonrisa, saca un látigo cubierto de espinas de algún sitio que no soy capaz de ver y lo hace restallar en mi dirección. En el último instante me agacho y menos mal que lo hago. El látigo pasa de largo el lugar donde estaba mi cabeza y atraviesa el metal de las paredes.

El peligro activa algún tipo de defensa interior y, de repente, todo a mi alrededor se vuelve claro como el agua. En el momento adecuado, golpeo a la mujer en el plexo solar, que la lanza fuera de la furgoneta. La sigo y salto al suelo al tiempo que ella se levanta y se quita la tierra de encima. Me lanza un latigazo tras otro ciega de ira. Espero pacientemente apartándome ligeramente a un lado y a otro para evitarlo hasta que veo una oportunidad. Levanto la mano y atrapo la cola en el aire. Las uñas, extrañamente, han crecido hasta transformarse en una especie de garras que se clavan en la cuerda. Con la "garra" libre la corto y me abalanzo sobre ella.

El rostro de la mujer se transforma en una mueca de horror al ver, como a cámara lenta, cómo le clavo las garras en el pecho, a la altura del corazón. Por entre los dedos empieza a correr una sangre negra y espesa, como aceite de motor, y la mujer grita con voz ronca.

– ¡NO ES POSIBLE! ¡SOY UNA FURIA DEL AVERNO! –su cara empieza a marchitarse y a hundirse– ¡SOY INMORTAL! –grita por última vez antes de convertirse en un hediondo montón de huesos y piel, que sigue descomponiéndose a mis pies.

Sin esperar un segundo más, regreso al interior de la furgoneta. Chris sigue respirando dificultosamente, cada vez le cuesta más. Lo cojo en brazos, lo que no cuesta nada, pues tiene peso pluma, y me dirijo rápidamente al jeep. Tras acomodar a mi hermano lo mejor posible en los asientos traseros, meto primera y regreso a la carretera.

Con las palabras de Ita en mente, atravieso el pueblo hasta llegar al instituto.

– ¡Ayuda! –grito con voz ronca al salir del vehículo–. ¡Que alguien me ayude!

Al tercer grito, salen del edificio la hermana de Daniel y otra chica de rasgos afros muy guapa. Las sigue Victoria Gravestone, quien observa la escena desde un punto aparte.

–Llévalo adentro –dice–. Tenemos poco tiempo.

Más Allá de la MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora