Daniel I

30 5 0
                                    

– ¿Desde cuándo lo sabes? –me pregunta mi hermana–. O sea, ¿cómo, quién...?

–Poco antes de morir el abuelo –empiezo–, mientras escribía esa carta, él me contó algunas cosas. Pero no me las creí hasta que no leí sus trabajos.

Señalo los libros que hay en la estantería. Poco después de su muerte, llegaron a casa un montón de paquetes como el de Keira. En ellos se encontraban recién encuadernados todos sus manuscritos sobre cada una de las criaturas sobrenaturales que había estudiado a lo largo de su vida.

–Y, ¿qué es eso de los peligros?

–Él, como seguramente te ha dicho en la carta, era en parte hada, lo que significa que su sangre era, en parte, angelical. Por lo tanto, sus descendientes también la tienen, aunque en mucha menor medida. El abuelo, a decir verdad, en sus últimos días se volvió un poco paranoico y decía que todo el que tenga alguna relación, por pequeña que fuese, con el mundo sobrenatural está en continuo peligro mortal.

»Sus muchos años, siglos, de vida le enseñaron a no fiarse de nada, pero en esos últimos días de vida dijo cosas tan terribles que Keira no necesita saber. Ya es bastante malo ver su incredulidad ante tanta nueva información en sus ojos, idénticos a los míos. No es necesario sumarle más presión.

– ¿Qué fue lo que te contó exactamente? –sigue preguntando ella.

–En realidad, no mucho –respondo con sinceridad–. Lo único, que la san...

Antes de poder terminar siquiera la frase, un fuerte chillido resuena en la habitación y penetra en mis oídos hasta lo más recóndito de mi mente, haciéndome caer sobre las rodillas con las manos en las orejas. Es un grito de agonía tan pura que es capaz de transmitirme unos sentimientos que no son míos.

Tristeza, miedo, desesperación, dolor, desamparo... La espiral sigue y sigue, hundiéndome cada vez más en este mar de sensaciones y me siento perdido, incapaz de salir de ello.

-¡Daniel! –el grito de mi hermana suena en la lejanía y yo trato de dirigirme hacia él, como una mosca hacia la luz. Una luz que llena esta oscuridad y la consume con fuego.

Abro los ojos y lo veo todo iluminado por una luz que parece venir de ninguna parte. Sentada en mi cama, Keira me mira con un rictus de miedo en la cara y los ojos abiertos como platos.

– ¿Qué... qué te ha pasado? –pregunta en un susurro.

No me hace falta mirarme en ningún espejo para saber qué es lo que ella está viendo. Yo solo me he visto una vez, pero lo tendré grabado en la cabeza para siempre. Mis ojos se han transformado en dos esferas doradas llameantes y de mi espalda salen dos alas de casi cuatro metros de un blanco cegador.

–Esta –explico–, es mi parte angelical. En cada uno se presenta de diferente forma, y en mi es... Bueno, así –termino, encogiéndome de hombros–. Y ahora tengo que irme. Volveré lo antes que pueda.

Sin esperar ninguna respuesta, salgo por la ventana y abr las alas, elevándome en el aire. Nunca antes había volado, pero se siente como si lo hubiese hecho siempre. El movimiento fluye y la velocidad, mayor que la de un bólido de fórmula uno, ni se nota.

Pero la sangre angelical no es la única cosa que ha despertado el grito. También ha despertado una necesidad de ayudar, de cumplir un viejo deber legado por dicha sangre. Esa sensación es la que me impulsa ahora en la dirección correcta.

Al estar hechas de un material celestial, en solo unos segundos, las alas me llevan hasta un claro en el bosque, cerca de la carretera principal. Debajo de mí, en el suelo del clero, se encuentra una gran criatura peluda: un hombre lobo. A pesar de no verlo, sé con exactitud que Jonathan está justo debajo de él a punto de morir bajo la garra del monstruo.

Instintivamente, meto el brazo en un hueco en el aire, de un material parecido al de mis alas, del que sale una larga lanza de oro puro que palpita en mi mano. En un solo y fluido movimiento, la lanza despega de mi brazo y se clava profundamente en la espalda del hombre lobo. Pliego las alas y caigo en picado tras ella. Aterrizo sobre el cuerpo muerto y me fijo en el joven. Al igual que mi hermana, tiene en la cara una expresión de terror y se arrastra retrocediendo cuando me acerco. Comprendiendo el motivo, me detengo y cierro los ojos. Mentalmente me alejo de la luz que me inunda por dentro y siento como las alas desaparecen en mi espalda.

– ¿Estás bien? –le pregunto al abrir los ojos y acercarme cautelosamente.

–Me han arrancado la espalda a tiras, literalmente –me responde él burlonamente a la vez que pone una mueca de dolor–. ¿Cómo crees que estoy?

El joven me sostiene la mirada desafiante con unos ojos oscuros que no soy capaz de mantener más de unos segundos.

–Vale, vale. ¿Crees que podrás moverte solo?

Al final acabo prácticamente arrastrándolo todo el camino hasta su casa, que afortunadamente está tan solo a unos minutos a través de los árboles. Al llegar allí, lo tumbo en el sofá y me pongo a buscar un botiquín por toda la casa. Lo encuentro en la cocina y saco de él un bote opaco. Después vuelvo a acudir al hueco celestial del que parece salir cualquier cosa sobrenatural que necesito y saco un pequeño frasco de cerámica cocida sellado con cera. En la antigua Grecia, un hombre llamado Asclepios aseguraba que se trataba de sangre del lado derecho de una Gorgona, pero en realidad es simple sangre de serpiente común mezclada con un poco, muy poco, de fuego celestial líquido. El fuego celestial puro quemaría todo lo demoniaco y lo maligno de una persona. Sin embargo esta cantidad solo curará las heridas físicas de Jonathan.

Regreso al salón y lo encuentro retorciéndose y gimiendo de dolor.

–Esto te va a doler, mucho –le aviso–. Pero para mañana estarás perfectamente –le miento, pues esas heridas le van a cambiar la vida para siempre.

Más Allá de la MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora