Lanzo el lápiz contra el papel frustrada. La señorita Gravestone se ha vuelto a pasar mandando deberes, como siempre. Una redacción de un folio por las dos caras sobre la Guerra de Secesión, ni que fuera tan interesante. Y encima en Lakeville hay que tener mucho cuidado con lo que se dice en estos casos. Incluso doscientos años después, las tensiones siguen a pie de calle. Los vecinos ya no se matan entre ellos, pero la alternativa es casi peor: ignorar a los que no son como ellos como si no existiesen.
Suspiro y vuelvo a coger el lápiz, pero antes de poder escribir una sola palabra, un grito me vuelve a desconcentrar. Un crío chillando en la calle mientras juega con otros dos de su misma edad con una pelota.
Me levanto de la silla y me acerco a la ventana para cerrarla y ahogar el ruido. Por pura curiosidad, aparto la cortina y miro fuera. De casualidad, me fijo en una camioneta todoterreno negra que nunca había visto en el pueblo cruzando la carretera
Lakeville no es un lugar muy grande y todo lo nuevo, aunque sea efímero, destaca. Siguiendo la vieja tradición de documentarlo todo de mi abuelo, agarro su vieja cámara de encima de la estantería y disparo un par de veces. El flash me hace dar un salto atrás de la sorpresa y esconderme detrás de la cortina, cruzando los dedos y rezando porque nadie se haya dado cuenta. Maldito flash.
La cámara era de mi abuelo, quién me la pasó hace unos años, antes de morir, haciéndome prometerle que seguiría con su extraña afición. Al ser más vieja que yo, falla cuando le da la gana, más a menudo de lo que me gustaría. Tímidamente, vuelvo a asomarme justo para ver la camioneta doblar la última curva de la calle y desaparecer de mi vista.
Una vez pasado el peligro, o la vergüenza debería decir, selecciono las últimas fotos en la pequeña pantalla táctil para verlas. Ambas son exactamente iguales excepto por una única cosa. En la segunda, tomada segundos después, el copiloto está mirando en mi dirección. Es un adolescente de más o menos mi edad, piel morena y pelo color café. Tiene un aire distraído y curioso a la vez. Al conductor no se le ve la cara, pero por la forma similar del sus cuerpos, puedo suponer que es el padre del chico. Por algún motivo, hay algo en esas dos fotos que me atrae. Una necesidad imperiosa de saber más sobre el protagonista de la foto.
De repente, una serie de golpes rápidos suena en mi puerta y mi hermano pequeño entra sin esperar a que le dé permiso. Su cabeza rubia, igual a la de nuestra madre, empieza a corretear por la habitación mientras canturrea algo tan rápido que no consigo entenderle.
–Luke, ¡Luke! –exclamo tratando de pararlo –. ¿Qué demonios quieres?
– ¡A cenar! –exclama él–. ¡Mamá ha dicho que a cenar!
Acto seguido sale disparado escaleras abajo, seguramente en busca de papá. Miro la hora y suelto una exclamación. ¡Son casi las ocho!, mamá tiene que estar que echa humo.
Bajo las escaleras de dos en dos al tiempo que veo a Daniel, mi otro hermano, el mayor, entrar por la puerta con la bolsa del gimnasio en la mano. Sin necesidad de decirle una palabra, sabe de qué humor debe estar mamá y deja la bolsa justo fuera del comedor y ambos nos sentamos en nuestros sitios al tiempo que nuestra madre nos lanza una mirada asesina.
–Chicos –dice mi padre tras unos minutos de silencio incómodo–. Han llamado del instituto para avisar de que mañana llegará un nuevo alumno.
– ¿Y por qué llaman? –pregunta Daniel entre bocado y bocado.
–Por lo de siempre –exclama mamá de repente–. Para que seáis amables con él, para que le enseñéis el lugar, para que seáis sus amigos y todas esas chorradas. ¡Por Dios! El director Whitemore se desvía cada vez más con toda esa tontería de la inclusión. Ni que se lo merecieran esos malditos... –añade al final.
– ¡Mamá! –exclamo horrorizada por sus palabras.
– ¿Qué? Es la verdad –responde encogiéndose de hombros.
Ella siempre ha sido así. Nunca le ha gustado nadie que no sea del pueblo, nadie que no conozca de toda la vida.
–Vamos cariño –interviene mi padre en tono conciliador–. No seas así...
–Bah –suelta entonces mamá y se queda en silencio, rehuyendo cualquier mirada sin estar del todo de acuerdo.
Cuando terminamos, sale de la sala y sube directamente a su cuarto. Papá nos mira como disculpándose y se lleva a Luke, quién se había quedado medio dormido en la silla, a la cama, dejándonos a mi Daniel y a mí a cargo de recoger la mesa.
–Dan, ¿sabías tú algo de esto? –le pregunto.
–Eh... Sí, la verdad –admite él tras unos segundos de duda–. Tyler, el capitán del equipo, me estuvo diciendo que le gustaría meterlo en el equipo del insti. Nos falta gente y a lo mejor...
–Pero, ¿sabe cómo es él? –le pregunto–. Osea, ya sé que el año pasado quedaron muy mal, pero igual es malísimo.
–Bueno –dice él encogiéndose de hombros–, a peor no podemos ir, ¿no? –termina con una sonrisa.
– Aja –es mi única respuesta.
Por algún motivo me viene a la cabeza el chico que he visto hace algo más de una hora por la ventana. Podría ser él...
Horas más tarde, tumbada en mi cama soy incapaz de dormirme. Una y otra vez le doy vueltas al asunto y a como mamá ha reaccionado ante ello. Como si la asustara.
Un extraño presentimiento ronda mi cabeza. Me giro en la cama y enciendo la lamparilla de noche. Junto a ella está el libro que saqué la semana pasada de la biblioteca del instituto. Fue un impulso que no pude contener. Cuando vi esa vieja edición de Drácula en la estantería, sentí que debía tenerlo en mis manos.
Alargo el brazo y lo cojo y empiezo a pasar las hojas al azar y me doy cuenta de la cantidad de manos por las que habrá pasado el libro. Decenas de alumnos han subrayado, marcado y escrito en esas páginas. Una frase remarcada por lo que parecen al menos dos personas casi al principio de la historia me llama la atención:
"Denn die todten reiten schenell. Porque los muertos viajan deprisa".
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Más Allá de la Muerte
LobisomemEl puño nunca llega a su destino, ya que el otro lo agarra del cuello y lo estampa contra la pared. El delgado empieza a patalear y retorcerse e intenta abrir la mano que rodea su garganta. Por mucho que lo intenta, su fuerza no es suficiente contra...