Jonathan IV

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Dos días. Han pasado dos días desde que el "hombre lobo" me atacara. Poco después de marcharse Daniel de la casa me subía a mi habitación y traté de dormir. Creo que lo conseguí durante cinco horas antes de que unos calores y unas fiebres extremadamente insoportables me despertasen. Sentía como si me estuviera quemando vivo y mis gritos despertaron a mi padre, que había vuelto en algún momento de la noche, y lo hicieron subir.

Nunca, desde que cumplí los trece años mi padre había entrado en mi habitación mientras yo estoy dentro, pero aun así agradecí su presencia tranquilizadora. Su preocupación, la emoción más sincera que le he visto en años, era palpable y me llegó bastante adentro. Abrió las ventanas y el frío de la noche logró calmarme un poco. Luego, para mi sorpresa, se acercó a mí y, con un movimiento de la mano, me limpió las lágrimas que me corrían por las mejillas y que no sabía que estaba derramando antes de rodearme con los brazos. Ahí, con la cabeza apoyada en su hombro como cuando era pequeño, me dormí por segunda vez en la noche.

Desde entonces la fiebre y un agudo dolor en la espalda me han obligado a quedarme en la cama. Por primera vez, papá ha cancelado todo lo que tenía que hacer y se ha quedado en casa con la intención de no dejarme solo. Esta extraña transformación me resulta casi más rara que la criatura que me atacó. Ayer, por ejemplo, entró en mi habitación con una bandeja de comida que me dejó en el regazo y se sentó en el borde de la cama. Agarró el libro que tengo sobre la mesilla de noche y empezó a ojearlo.

–Recuerdo cuando se lo regalé a tu madre –dijo. Yo pegué un pequeño brinco de la impresión pues papá nunca la menciona–. Llevábamos un mes saliendo y me fijé en que ella estaba constantemente sacándolo de la biblioteca del instituto. Me figuré que le gustaba mucho y decidí que sería su regalo de cumpleaños de mi parte. Incluso me dediqué durante una semana a marcar y subrayar sus partes favoritas.

Después de esta confesión se quedó callado para que pudiese comer tranquilamente a la vez que adquiría un aspecto pensativo, como si estuviese volviendo a esa época en la que mamá estaba aún viva. Cuando terminé de comer, se llevó la bandeja con los platos vacíos y cogí la copia de Drácula que había pertenecido a mi madre y que tenía tanta historia. Prácticamente todos los pasajes marcados, tanto por ella como por mi padre, estaban pulcramente subrayados. Pero hubo uno que me llamó la atención:

"¿Cree usted en el destino, que incluso los poderes del tiempo pueden modificarse por un solo propósito? El hombre más afortunado que pisa esta tierra es aquel que encuentra el amor verdadero."

Por algún motivo, no es la manera en la que un hombre del siglo XIX refleja su idea del amor y del destino, como en muchas otras citas a lo largo del libro. Es la manera en la que mi madre lo subrayó, marcando varias veces las líneas, como si tuviese prisa. O como si quisiese comunicarle algo a alguien, al siguiente dueño del libro.

Tercer día. El agobio de la misma habitación a mi alrededor es insoportable. Durante estos días con la única compañía de mi padre el oído se me a agudizado para todos y cada uno de sus ires y venires en el piso de abajo. Hace cinco minutos que ha salido de casa y se ha marchado con la furgoneta a la tienda. Aprovecho la ausencia para levantarme de la cama y tomar el aire. Me pego una larga ducha. Con unos vaqueros y una camiseta clara de manga larga salgo a la zona delantera y me pongo en una esquina en la que da el sol del porche. Calculo que papá tardará unas dos o tres horas en volver, aunque no tengo intención de moverme de aquí.

De repente me fijo en una mujer con aspecto de estar perdida en el camino de entrada. Estará entre los treinta o los cuarenta, más de metro ochenta y cinco de altura sobre los tacones que se están manchando de barro y un aspecto elegante. Lleva unos pantalones de traje y una chaqueta a juego beiges sobre una pulcra blusa blanca. El pelo, negro azabache, le cae sobre los hombros y le llega hasta casi la cintura y enmarca unos rasgos afilados sin edad cubierto con un poco de maquillaje que le resalta los ojos azules como el hielo.

Me acerco a ella a preguntarle:

–Perdone, ¿busca a alguien? –ella se gira inmediatamente hacia mí y, por unos instantes, me parece ver un atisbo de duda.

–Sí –dice recomponiéndose–, precisamente te buscaba a ti. ¿Entramos? –pregunta señalando la puerta con la barbilla.

Sin esperar, se pone en marcha y se dirige altiva hacia el interior. La sigo adentro y veo cómo se sienta en el sofá con la espalda bien erguida, la postura de quien está acostumbrado a tener a gente dorándole la píldora. Así, con su ropa cara y aspecto elegante, resulta muy llamativa en la sala en penumbra. Me siento frente a ella en la mesa de café que ocupa casi toda la alfombra y recibo un gesto de aprobación de su parte. Ella entrecruza las manos sobre el regazo mientras parece decidir qué decir.

–Jonathan –empieza pronunciando mi nombre completo muy lentamente. Bien, ha elegido la forma directa–, tenemos muy poco tiempo para esto, así que mejor no me interrumpas, por favor –añade–. Me llamo Ita y sé todo lo que necesitas. Incluido el dilema al que te enfrentas.

»Para empezar, hace tres días fuiste herido por un hombre lobo alfa, lo que supongo que ya sabes lo que eso conlleva –me explica como quién le cuenta un cuento a un niño pequeño–. Tu amigo, Daniel Johnson, tiene sangre de ángel y, por lo visto, tiene la obligación de guardar la zona de todo el mal. Al menos este pueblo. Después de salvarte, te echó fuego celestial con la idea de evitar que te transformes. Pero eso, puedo asegurarte, no tiene cura, lo siento. Estos días tu cuerpo ha estado defendiéndose de ese fuego celestial hasta hoy, que por cierto es luna llena.

»Pero a lo que realmente vengo es a decirte que, antes de que caiga el sol, deberás llegar al descampado que se encuentra en la novena salida a la izquierda por la carretera hacia el oeste. Allí encontrarás una furgoneta gris aparcada en medio. Coge lo que encuentres dentro y regresa al instituto lo más rápido posible.

– ¿Qué me encontraré allí? –pregunto–. En el caso de que fuese.

–No se me permite decírtelo –responde ella con un atisbo de tristeza–. Pero sí que puedo asegurarte que no te arrepentirás de ir. Tu madre hubiera querido que lo hicieras –añade al final.

­– ¿Mi madre? ¿De qué conocía usted a mi madre?

–Cuando estés en el instituto –dice ella haciendo caso omiso a mi pregunta–, recuerda que la piedra de luz de luna es la única cosa que puede salvarlo.

Dicho esto, Ita se levanta y llega a la puerta en tres largas zancadas.

Más Allá de la MuerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora