Es que, no quiero sentirme diminuta nunca más. Porque ese día cuando regresé del colegio, mi mamá me gritó tan duro que sé que las ventanas temblaron, como mis manos. Me sentí más pequeña que una partícula de polen. Que el residuo de lágrima que cayó de mis mejillas, cerrando la puerta detrás mío.
No quiero sentirme diminuta nunca más porque un día en el recreo mis amigas se burlaron de mí y me persiguieron por todo el parque gritándome cosas horribles. Me sentí más insignificante que las flores que pisé intentado huir de ellas.
No quiero sentirme diminuta nunca más, porque ese día que él me cerró la puerta casi cortándome los dedos, juré no volver y esa misma noche volví a su casa… a pedirle perdón. Juro que un átomo era más grande que yo ese día.
No quiero sentirme diminuta nunca más porque esas noches que pasé sentada en el baño me sentía invisible, haciéndome daño me sentía mejor y el ardor al bañarme al otro día solo restaba más centímetros de mi estatura. Hasta medir menos de un milímetro.
No quiero sentirme diminuta nunca más, porque siempre que pasa olvido a mi madre. Como el día que sentía morir a las 5 de la mañana en el cuarto de al lado, rompiendo papeles y gritándole a almohadas cuando solo necesitaba un abrazo de ella para sentirme de un tamaño apropiado.
No quiero sentirme diminuta nunca más, porque cuando se besaron al lado mío sentí que el techo se caía aún más y que las tejas podían pasar a través mío. Juro que los residuos de cemento tenían más color que yo esa noche.
Solo no quiero sentirme diminuta nunca más.