CAPÍTULO II

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Te digo adiós - Laura Pausini



Glía sentía las palmas húmedas como cada vez que se acercaba la hora de verlo. Ese día salió a las siete, por lo que apenas si tuvo oportunidad de llegar a su minúsculo apartamento y darse una ducha.

No haría lo que le pidieron, no podía. Antonio la trataba de una forma maravillosa y despertaba en ella cosas que no creyó que existieran. Desde que esos hombres entraron a su vida ya nada fue como antes. Ana los atrajo cuando desapareció. Sus padres y ella sabían que el último año se había metido en malos pasos, hacía trabajos sucios para ellos, era adicta y alcohólica, pero lo que jamás creyeron, era que les hubiese robado.

Ana, siempre Ana. La sociable, la mayor, la bonita, por la que se debía hacer cualquier sacrificio para que estuviese bien, contenta. No la odiaba, jamás podría, pero desde siempre estuvo a su sombra. A su lado nunca pudo brillar. Ana eclipsaba la atención de sus padres de esa forma en la que ella a su lado se veía ridícula, tonta y muy ingenua. Ana tenía carisma, era sonriente y muy hermosa.

Si bien eran muy parecidas, ella tenía los rasgos aún más delicados, más simétricos. Todo embonaba en su apariencia de una forma perfecta. Su cabello rojo, igual al de ella y su padre, lo mantenía impecable, brillante. Glía en comparación siempre fue insignificante, despistada, intelectual, reservada y más descuidada. Mientras Ana se vestía con lo último de la moda, Glía se sentía cómoda con jeans o una falda y blusas de cualquier tipo, su cabello siempre lo llevaba suelto y no le dedicaba mucha atención, adoraba meterse en sus libros y lecturas de la escuela, mientras que Ana solía necesitar demasiado incentivo para poder siquiera pasar de año.

El favoritismo de sus padres por su hermana mayor era evidente; Ana siempre necesitaba algo... Era delicada, aprendía lentamente, era demasiado hermosa, no podía andar por ahí sin más, había que llevarla, recogerla, en fin. Así fue como Glía aprendió con el tiempo a no intentar competir y a quererla a su manera. Sin embargo, nunca, a pesar de la poca diferencia de edades, mantuvieron una verdadera relación de amistad y camaradería como era de esperarse de dos chicas que incluso fueron toda la secundaria y bachillerato en el mismo grado.

Siempre recordaría muy bien el día en que tocaron a la puerta de su pequeña casa en una colonia como cualquier otra, pero en la que creció, aquellos hombres. Glía abrió, su madre se encontraba en la cocina y su padre estaba arreglando unos asuntos contables en la computadora. Cuatro tipos bien vestidos se anunciaron educadamente diciendo que conocían el paradero de Ana. Ella no dudó y abrió ansiosa. La vida en casa desde que desapareció era agonizante, horrible, sus padres no volvieron a sonreír, y menos que antes le hacían caso. Los hombres entraron sin esperar invitación observándola con evidente amenaza logrando que sintiera un escalofrió molesto recorrer su menudo cuerpo.

Uno de ellos, Gregorio, en cuando reparó en su presencia, sus pupilas se dilataron, la escrutó lascivamente, con lujuria en cada una de sus facciones asquerosas. Sin más la acercó a él pegándola a su cuerpo.

—¿Así que tú eres Glía? —masculló de manera grotesca. La joven intentó zafarse mientras los otros reían.

—¡Suéltela! —ordenó su padre autoritario. El aludido enseguida obedeció, serio. Glía giró y se dio cuenta de que el hombre que le dio la vida tenía un arma en la mano derecha. Su corazón se detuvo—. Ve con tu madre... Yo me haré cargo y no salgan de ahí —le advirtió autoritario.

—Pero, papá.

—¡Ahora, Glía! —Obedeció y corrió el pequeño trecho hacia allá. Cerró la puerta abatible y alertó a su mamá. Ambas pegaron la oreja, escucharon sin dificultad: Ana les debía mucho dinero y si no pagaban en un lapso de tres meses los matarían. Los ojos de Glía se anegaron. ¿Cómo era posible que hubiera hecho algo así, que su hermana ejemplar se hubiese convertido en eso? Lo tenía todo.

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