CAPÍTULO V

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Heaven - Hold on



Glía llevaba un par de días con esa punzada en la cabeza. Las cosas no eran como había pensado en aquel lugar. Cuando llegó la recibieron como a cualquier otra; un catre en un cuarto donde dormían otras treinta chicas, tres comidas al día que no tenían mucho o nada de nutritivo. Desde que amanecía hasta que anochecía había que limpiarlo todo. A ella le correspondía la cocina, por lo que tenía que lavar platos una y otra vez de los comedores comunales donde llegaban todo el día gente, en peores condiciones que ella, a engullir lo que pudieran darles.

El lugar no era malo, pero no contaba con los recursos necesarios. Las encargadas del albergue eran estrictas y exigentes, lo único bueno era que un médico que ahí asistía como labor social, la checaba mensualmente y hasta hacía tres semanas todo iba bien, ella se sentía bien, lo de cuidado era que no había subido mucho de peso y a veces estaba un poco pálida. Sin embargo, daba gracias a Dios el estar a salvo, lejos de esos hombres que tanto temía, aunque hacía unos días la prima de Margarita le escribió una nota en la que le pedía que no saliese para nada, alguien estaba indagando, eso la alteró hasta lo indecible. Ahí comenzaron las jaquecas y las náuseas. Si Gregorio daba con ella y veía su barriga, no estaba segura de lo que se le ocurriría para sacar más dinero y a sus expensas.

Ya eran las ocho de la noche. Se sentía agotada y aún faltaban varios platos, las piernas estaban un tanto hinchadas, la cabeza martilleaba y le urgía cenar. Ella, a diferencia de la mayoría, no pudo conseguir un trabajo lejos de ahí. Primero por su estado; no era fácil que alguien aceptara mujeres embarazadas. Segundo; porque se resistió a salir de allí, lo mejor era estar dentro la mayor parte del tiempo.

—Glía... Berta quiere que vayas a su oficina. —Se secó las manos y anduvo cansada a la dirección. Casi no veía a esa mujer pues siempre estaba llena de papeleo y buscando recursos para el lugar. Recorrió el pasillo iluminado por una lamparilla blanca que le daba un tinte más deprimente a las paredes desgastadas. Tocó intrigada, no había hablado con ella desde que ingresó hacía casi cuatro meses.

—Pasa. —Se escuchó la dura voz. Abrió despacio. La mujer se hallaba frente a su escritorio, una silla de vinil corroída que era para las visitas, estaba ocupada. El pulso se le detuvo, abrió los ojos perpleja, asustada. La enorme figura se puso de pie confirmando sus sospechas. Antonio. Parpadeó sintiendo que perdería el conocimiento. ¿Qué hacía ahí?—. Veo que lo conoces —aceptó Berta aliviada.

—Claro que nos conocemos. ¿No es así, Glía? —Asintió encajándose las uñas en las palmas de las manos. Antonio la miraba con reprobación, recorriéndola de arriba abajo varias veces como buscando algo.

—Este señor nos ha dado una maravillosa noticia, Glía. Ha decidido donar una cuantiosa cantidad a cambio de hablar contigo ¿Tienes algún problema con eso? Si es así dímelo, no pasara nada lo juro, primero está tu seguridad. —Glía no supo qué decir, pero la mirada de Antonio era amenazante. Negó sin remedio.

—Si es así, los dejaré solos para que puedan conversar. —Rodeó el escritorio y le tendió educadamente la mano a Antonio—. En nombre de todas estas mujeres le agradecemos este gesto tan asombroso, vuelva cuando quiera, siempre será bien recibido.

—Gracias, Berta. —La mujer salió no sin antes poner una mano en el hombro de Glía sonriendo y dándole las gracias con los ojos. Cuando la puerta se cerró Glía no pudo evitar sobresaltarse.

—¿Qué... haces aquí? —Logró preguntar sintiendo que la punzada en la cabeza incrementaba y que los recuerdos se agolpaban dolorosamente en su cabeza.

Antonio no sabía qué hacer. Glía parecía cansada, mucho, se encontraba algo ojerosa y pálida. Con ese blusón no podía siquiera ver la panza que se supone, tenía. Su cabello estaba agarrado en una coleta y podía jurar que no tenía el brillo de antes. Ahí, de pie, delante de él, parecía más una niña que una mujer. Sintió un deseo arrebatado de abrazarla y consolarla. Parecía más vulnerable que antes, se le veía triste, y ahora también asustada, lo miraba con horror y parecía querer salir corriendo de ahí y esconderse en algún lugar del que nadie fuera capaz de sacarla. Sin comprender por qué eso le dolió, quería ver un rostro de asombro definitivamente, de altivez también, de indiferencia, no de miedo y temor.

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