CAPÍTULO VIII

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Riley Clemmons - Broken Prayers



Llegaron a Río una hora después, un par de camionetas los esperaban. Él entró en la misma que ella, hablando con Víctor en portugués.

Durante el trayecto la joven observó la ciudad asombrada. Ahí eran tres horas menos, por lo que sabía. Ya había anochecido, pero todo parecía tan iluminado, tan asombrosamente latino.

Cuarenta minutos más tarde, parecía que dejaban el tumulto y el tráfico. Un pedazo de carretera y la camioneta volvió a bajar la velocidad. Portones enormes e interminables paredes y bardas se extendían a los lados. Gracias a la oscuridad no lograba ver muy bien, pero algunas casas se encontraban sobre colinas que dejaba ver lo impresionantes que eran. Alto total. Y de repente volvieron a arrancar.

—Esta es Vila Catarina —anunció suavemente Antonio al verla así de asombrada, de perpleja.

Hectáreas y hectáreas de jardines impresionantemente bien cuidados se podían ver sin dificultad gracias a la impecable iluminación. ¿Qué era todo eso?... Antonio no podía vivir ahí, eso ya era un abuso, demasiado, ni siquiera lograba vislumbrar la casa y ya habían avanzado un buen trecho. De pronto la vio, era de proporciones apantallantes. Más de tres pisos y no tenía ni idea de cuantos metros cuadrados, pero eran cientos. Lo miró atónita.

— ¿A-aquí... vives? —preguntó de nuevo con aquel tono de acusación que ya había empleado en otro momento y que alcanzaba a desconcertarlo.

—Por Dios... ¿Seguirás con eso?, sabes que sí... Y tú por unos meses —zanjó harto de todo aquello.

—Pero esto es ridículo, los jardines son más grandes que una colonia entera —parecía molesta, indignada. Víctor no pudo evitar parpadear ante la pasión de aquel comentario.

—Ya me está cansando este juego, Glía, de verdad deja ese papel de una maldita vez.

— ¿Papel?... ¿Y lo dices tú?... Eres un mentiroso, jamás me dijiste que vivías en un lugar donde podían vivir cientos de familias, como tampoco que tenías el dinero suficiente para tener tu propia isla —Antonio sonrió, la tenía y ella lo sabía, sus propiedades aparecían en varias revistas de cotilla o de economía.

—A ver, Glía... ¿Qué es lo que te irrita?... ¿Qué tú te irás de aquí de la misma forma en la que entraste?, con una mano atrás y la otra adelante... No verás un peso, ni uno solo.

—No quiero nada tuyo, me das asco —escupió de nuevo, herida. Víctor observaba el intercambio de palabras en silencio, su discusión era pasional, intensa, se miraban con odio, con deseo. De pronto Antonio ordenó que parasen. Tomó a Glía del brazo y la obligó a bajar, ella lo siguió sin remedio, su apretón no dejaba lugar a rechazo. La hizo descender sujetándola por la cintura con cuidado, pero evidentemente molesto. La acercó hasta quedar unos centímetros de su rostro.

–Estás acabando con mi paciencia, te lo advierto —rugió en voz baja, pero claramente harto.

— ¿Me lo adviertes, qué me harás? Tú eres el que me trajo aquí —le recordó retadora. Sintió su aliento sobre su rostro. Sin pensarlo la tomó del cuello y la besó. Sus labios se resistieron, luchó, pero él la tenía bien sujeta. La obligó a abrir la boca, a recibirlo. Cuando comenzaba a ceder Antonio la alejó triunfante.

—Si no te anclaré a mi cama y no saldrás de ahí hasta que lo aceptes todo. Me cobraré toda esta situación, así que deja de estar provocándome Glía, en serio deja de hacerlo —sintió las lágrimas escocer. Se zafó de él e intentó meterse de nuevo a la camioneta. Antonio quiso ayudarla. Ella lo hizo a un lado furiosa. Le importó poco, con esa barriga no podía subir, así que la agarró por la cintura y la subió. Un par de minutos después los vehículos paraban.

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