CAPÍTULO IV

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Aire soy-Miguel Bosé Ft. Ximena Sariñana



-Antonio, hijo, desde hace tiempo que estás así... ¿Qué fue lo que ocurrió en ese viaje a México que te cambió tanto? -Su tía Adelina era dulce, tierna y siempre estaba preocupada por su único sobrino. Desde hacía cinco meses que regresó de aquel viaje, donde ni siquiera habló por teléfono como comúnmente hacía, se encontraba extraño, diferente. Parecía taciturno, irritable, culpable. Nunca duraba en aquel país más de tres días, pero algo ocurrió que permaneció allí más de un mes. Nadie sabía qué hizo todo ese tiempo, era como si la tierra se lo hubiese tragado cinco semanas y no existía manera de que dijera lo que pasó.

Al principio pensó que los recuerdos sobre Lidia lo perturbaron, que vio a su familia, o algo por el estilo, pero él no tenía en la mirada aquella tristeza que los recuerdos de su esposa e hijo provocaban.

-Nada, Lina, son ideas tuyas. -Puso una mano, cariñoso, sobre la suya. La mujer sonrió decepcionada. Pero eso era una gran mentira, no había noche que no evocara esa maraña pelirroja, esos estanques verdes. Lo que hizo fue asqueroso, vil, por mucho que ella lo hubiese intentado usar, él no debió haberla tratado de aquella forma, debió para y aunque se detuvo, no lo hizo por mucho tiempo cuando se dio cuenta de que la estaba lastimando. Después de todo no era un animal y ella, ella por muy interesada y ruin que fuera, en esos momentos, no era mejor que él.

Si cerraba los párpados podía verla ahí, tumbada, con aquella mirada de desconcierto, de incredulidad. Sabía que en ese momento no actuó, fue su primera vez, lo sintió, lo vio en las sábanas manchadas y él fue insensible. No había día, desde aquella noche, que no se sintiera culpable, mezquino. A veces, incluso, se levantaba turbado imaginando que si por algo, de alguna forma, Camilo se hubiese equivocado, no tendría perdón y habría perdido a la única mujer que despertó en él esa intensidad de sentimientos.

No era que a Lidia no la hubiese amado, sí lo hizo y mucho, pero de esa forma tranquila, serena, nunca pasional, impetuosa, ansiosa. Glía lo hacía hacer cosas que él nunca se hubiera imaginado; como caminar descalzo por aquel parque mientras conversaban sobre tonterías tomados de la mano y comiendo unos deliciosos sándwiches de queso que ella llevó para engullir, pues debía ir a trabajar a la cafetería más tarde. O subirse a juegos mecánicos en aquella feria llena de gente que no había reparado en ambos. Recordaba su risa como si fueran cascabeles que lo hacían sentir más ansioso, su cabello alborotado por el viento, sus mejillas sonrosadas, la vitalidad que tenía a pesar de las interminables jornadas de trabajo a las que se sometía a diario, sin embargo, nunca se había quejado, jamás repeló de su suerte.

Recordaba muy bien su excitación cuando había logrado conseguir aquel peluche corriente en un juego de dardos. Era como si le hubiese dado una joya costosa, o un perfume finísimo. No soltó a aquella iguana espantosa en toda la noche, incluso recordaba haberla visto sobre su cama aquel fatídico día. Se abrió con ella, le contó sobre Lidia, sobre su hijo y lo mucho que le había dolido perderlos. Esa joven que pensaba era dulce, lo escuchó con comprensión, con ternura y cuando había terminado le dio un dulce beso sin buscar consolarlo pues era evidente que sabía muy bien que no existían palabras que ayudaran en esos casos. Pero todo fue parte de un plan, de un engaño, nada había sido genuino y eso lo atormentaba, lo hacía sentir rabioso, furioso, traicionado, asombrosamente dolido.

Ahora, cinco meses después, no lograba darle vuelta a la hoja, no lograba retomar su vida.

-Si tú lo dices. Aunque te conozco muy bien, y no soy Augusta... no te juzgaré hijo. -Esas mujeres eran su única familia, a ambas las quería mucho de diferente forma.

Adelina era dulce, cortés, tierna, mientras que Augusta era formal, inflexible y perfeccionista. Entre ellas reñían todo el tiempo, pero era evidente lo mucho que se querían a pesar de sus diferencias. Las dos estaban solas, enviudaron hacía tiempo, una mucho antes que la otra. Augusta no pudo tener hijos nunca y Adelina no alcanzó por la prematura muerte de su marido. Jamás se volvieron a casar, aunque tampoco llevaban una vida de celibato y aburrimiento. Salían, se divertían, tenían citas todo el tiempo y parecían ser felices. Eran mujeres de mundo. Crecieron rodeadas de lujos, de comodidades, sabían cómo moverse en sociedad, hacían grandes eventos de beneficencia, eran las presidentas de todas las causas sociales que la empresa tenía.

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